Ahora que se cumple un año de la muerte de
García Márquez, no es mal momento para
contarles lo que sigue, a saber: que uno alucina con los escritores sudacas,
dicho sea sin ninguna connotación despectiva, sino todo lo contrario: con toda
la admiración de que es capaz este ‘admirador profesional’ de los grandes
escritores. Ese Neruda, ese Borges, ese Fuentes, ese Vargas… ese García Márquez.
Sobre todo, ese García Márquez. ¿Se puede escribir mejor que García Márquez?
Calla, hombre, calla. La escritura de García Márquez es como un regalo de los
dioses “para los que tenemos la suerte de hablar y conocer la lengua de
Castilla”. Lo entrecomillado es de Neruda, ese genio telúrico. ¿Que de dónde mi
alucinación por los mentados escritores? Me explico. Porque, además de la
inmensa calidad de su obra, cada dos por tres, me encuentro, al tenazón,
convertidas en oro, palabras y expresiones que forman parte de mi más prístina biografía,
que corre, claro es, paralela al aprendizaje del idioma, al de cada uno; al
idioma aprendido de la madre: “¡Quiero el español de mi madre!”, decía el Juan
Ramón puertorriqueño y viejo. A quién se le ocurre envejecer alejado de la
patria: la infancia, según Rilke.
He aquí una
joya impagable.
Estando yo ingresado,
octubre, 1.961, en la “residencia san(i)taria San Pedro de Alcántara”, que así
rezaba en el frontispicio, sin la i (me ingresaron para extraerme el balín que
meses atrás me habían metido en el cuello con una escopeta de aire comprimido),
mi madre me contó que ya consentían que las madres pernoctasen con sus niños
enfermos: por lo visto, debido a la soledad, una niña había muerto de pena
moral. A mis diez años, la noticia me impactó de tal manera, que se me quedaría
grabado por los siglos de los siglos, amén. Andando el tiempo, llegué a la
conclusión (nunca intenté averiguar su veracidad) de que aquello no podía haber
sido cierto, que mi madre no se había enterado bien de la cosa. Yo, sin saber lo
que era la pena moral, di por cierta la historia, por lo que no me extrañó nada
que la niña hubiese muerto de tristeza en la soledad del tétrico y oscuro silencio
nocturno. Por la noche, yo estuve dos (tengo delante los papeles), con aquella
luz rojiza que partía de muy abajo, la habitación parecía un mausoleo. Solo, yo
me habría muerto de miedo.
¿Que qué
tiene que ver lo mío con García Márquez?
Una
madrugada, leyendo la “Crónica de una muerte anunciada”, voy y me encuentro de
sopetón lo siguiente: <<Poncio Vicario murió poco después. “Se lo llevó
la pena moral”>>. ¡Ahí está! Un
siglo después, cuando ya la creía perdida para siempre, me topo con la “pena
moral”, recogida nada menos que por el gran Gabo, perdón, por el gran mago, la
misma de la que murió aquella niña que me contó mi madre. Un día, anciana y
enferma, ingresada en el mismo hospital, le pregunté lo de la “pena moral” de
la niña, pero ya no se acordaba, ay.
Mi madre,
que no sabía leer ni escribir, me habló de una niña que murió de “pena moral”.
A García Márquez, sumo sacerdote del idioma, un personaje se le muere de “pena
moral”. ¿Es o no es para alucinar en colores?