Cuando hube
de escribir, pronto hará tres décadas, el nombre de mi tío, con el que me había
criado, en el certificado de defunción, me estremecí de tal modo, que se me
cayeron en el papel dos lágrimas como puños. Tenía cuarenta y cinco, diez más
que yo. De aquello me acordé el otro día, cuando me pusieron por delante el
acta de defunción de mi amigo Pepe Silva. Esta vez no se me cayeron las
lágrimas de antaño, pero sentí tal estremecimiento, que cuando llegó la hora de
plasmar su nombre, letra a letra, casilla a casilla, nombre, JOSÉ MARÍA, primer
apellido, SILVA, segundo apellido, DOMÍNGUEZ, me quedé parado unos instantes
interminables. El trabajador de la funeraria fue testigo de lo que digo. Me
quedé paralizado, sí, mientras me preguntaba si aquello podía ser cierto. Pero
lo era, ay. Escrito ya mi nombre en el encabezamiento, cuando hube completado
el suyo, pensé que no hay modo más tenebroso de unir en un papel los nombres de
dos amigos. Es que José María era mi amigo, “con quien tanto quería”, y que también
“se me ha muerto como del rayo”, como el otro. Fuimos amigos, cosa de las
neuronas espejo o la empatía o como se llame eso, desde el primer día en que me
admitió como aprendiz en su consulta de dermatología, hospital provincial de
Cáceres. O sea, que además de amigo, era mi maestro.
Es que Pepe
Silva era un maestro de la dermatología: le aburrían sobremanera las verrugas,
pero como apareciese ante sus ojos el caso más insospechado, ya podía el
paciente recorrer las Españas, que sus diagnósticos eran la biblia. Lo de mi
nieta, un suponer. Mi nieta, de un año, languidecía por días, víctima de una
rara enfermedad dermatológica, mayormente dermatológica; tan rara que, cuando Pepe,
luego de haber sido vista por varios especialistas (la niña vive en Madrid), averiguó
de qué se trataba, me confesó que era el tercer caso que se había encontrado en
toda su vida profesional, ya dilatada: el primero, cuando hacía la especialidad
en Salamanca. A decir verdad, la enfermedad podía ser confundida con otros procesos
dérmicos y banales en las primeras etapas de su evolución. Pero Pepe no se
conformó: se puso manos a la obra y en un abrir y cerrar de ojos, antes de la
confirmación analítica, la niña pudo abrir los ojos: sólo podía abrirlos en la
penumbra. Total, que con Pepe Silva se me han ido tres personas: un amigo, un
maestro y un médico que curó providencialmente a mi nieta.
Lo que más
siento es que ya nunca podremos festejar la curación de nuestras respectivas
cojeras, él, de la cadera, yo, de la rodilla, tal que habíamos acordado días
atrás, cuando interrumpió la lectura de mi artículo dominical para llamarme. Es
que cada encuentro era una fiesta: en cuanto empezábamos a recordar tiempos
pasados, siempre mejores <<a nuestro ‘parescer’>>, que dijo el
clásico.
Amigo Pepe:
dicen los que saben de estas cosas, que uno no muere del todo mientras quede
alguien que guarde memoria del mismo. Mi nieta María hará que vivas muchos años.
Bueno, ya termino, que no quiero ponerme a llorar: no creo que te gustase verme
de esa manera, luego de habernos visto tantas veces llorando de risas.