PLUTÓN Y LA RIQUEZA
Agapito Gómez Villa
Yo que Plutón, en viendo llegar la sonda
espacial, “Nuevos horizontes”, me hubiera vuelto de espaldas para que no me
retrataran. Nos ha jodido, primero me quitan el título de planeta, y ahora me
mandan una máquina voladora para escudriñarme, a mí y a mi cohorte de
satélites, que pequeño seré, pero tengo más satélites que la Tierra, uno de
ellos casi tan grande como yo, Caronte, que se llama como un personaje de la
mitología griega (somos hijos de Grecia, ¡la antigua!, no se olvide), al que mienta Sabina, que ahí se nota que es hombre
de la cultura, de los pocos de la farándula, en su canción-homenaje al poeta Ángel
González: “Hasta ayudó a Caronte a quemar sus naves” (venga, a la Wikipedia,
que por algo le han dado el premio Princesa de Asturias). Casi nueve años ha
durado el viaje, y no crean ustedes que por respeto a ningún límite de
velocidad interplanetario, sino porque la distancia a Plutón se las trae: casi
cinco horas/luz, o sea, lo que recorre la luz en cinco horas, viajando a la
nada despreciable velocidad de 10.800.000.000 m/segundo. Oiga, ¿y no sería mejor
expresarlo en km/hora? No, eso se lo dejamos a los comentaristas del deporte, esos
sabios de la física.
Una noche portuguesa -se lo referí en
ocasión precedente-, como no tuviera lectura alguna que llevarme a la boca, me
acerqué a la mínima biblioteca del hotel de mis sueños, de mi falta de sueño, y
tomé un libro (lo robé) que me ha cambiado la vida: “El quinto milagro”, de
Paul Davies, un físico metido al estudio del origen de la vida. Y aquí habría
que poner música de Los Chichos: “Ni más ni menos, ni más ni menos…” En efecto,
nada más y nada menos que el origen de la vida, que nos posee, que ya lo dijera,
a su manera, Antonio Gala: “Nosotros no tenemos la vida, la vida nos tiene a nosotros”.
Sea como fuere, lo cierto es que hubo una vez un momento en que la vida, ese
milagro, sí, anidó en este planeta y lo inundó de ADN: la molécula prodigiosa.
Está por saber si se inició aquí o llegó del exterior: de Marte, lo más
probable. Lo que está claro, lo que no está nada claro es cómo la materia
inorgánica, contraviniendo las leyes elementales de la física, fue capaz de
poner en marcha semejante proceso. Proceso semejante que, al cabo de cuatro mil
millones de años, trienio arriba o abajo, desembocó en un individuo de pelo
hirsuto capaz de reconocer su cara en un charco de agua, “¡Coño, si soy yo!”, y
cuyos descendientes, en cuatro días como el que dice, han sido capaces de
fabricar una máquina que ha llegado hasta Plutón, la penúltima frontera del
sistema solar: falta el cinturón de Kuiper, en cuyos millones de rocas heladas
nos quedaremos durante mucho tiempo, ay, pues que la estrella más próxima al Sol,
Alfa Centauro, está a más de cuatro años/luz, y eso son palabras (distancias)
mayores.
¿Que
por qué me cambió la vida dicho libro? Porque ha sido mi definitivo camino de
Damasco: su lectura me ha hecho consciente de que, proveniente de una célula
primigenia, mis posesiones llegan hasta Plutón. “Mis límites son mi riqueza”
(D’Ors). Más riqueza, imposible.
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