Con esa cita, en inglés, de Percy B.
Selley, comienza su magnífica obra, “La gran aventura de los griegos”, Javier
Negrete, que no sé si todavía anda impartiendo su magisterio en un instituto de
Plasencia: “Todos somos griegos”. No sé si ustedes, pero yo al menos sí, que me
lo dijera una vez un paisano la segunda vez que estuve allí: “Entonces, es
usted griego”.
Me lo dijo un profesor de bachillerato, el
primer día de clase: “¿Sabe usted lo que significa su nombre, joven”. “No señor”.
“Su nombre es el participio pasivo del verbo ‘agapao’, y significa amado”. Como
comprenderán, yo me puse muy contento, que no todo iban a ser bromas y
cachondeítos con el dichoso nombrecito, a lo que venía acostumbrado de siempre,
claro. Y como es natural, después de aquel ‘neobautismo’, continué llamándome
Agapito. Años después, vendría en mi
ayuda la simpar Ana Belén, la desgarrada Medea emeritense en estos días, con su
bella canción “Agapi mu” (dos palabras): “Entras en mi cuerpo como la lluvia
entra en mi huerto, Agapi mu”, o sea, amor mío; joder, qué bonito (me refiero a
los versos). Apagados los ecos de la melodía, continué llamándome Agapito.
En ésas estábamos, cuando siglos después, sí,
varios siglos después (apelo a dos sabios: a Einstein y a mi compatriota
Protágoras), cuando visité por primera vez mi otro país, Grecia, claro está, siempre
que hube de enseñar el carné, la sorpresa era instantánea: “¿Por qué tú greco?”,
me preguntaron una y otra vez. Recuerdo cómo se pasaban sonrientes de una a
otra el documento, las muchachas de los comercios del aeropuerto. La apoteosis
(palabra nuestra, o sea, griega, como tantísimas) llegaría, no obstante, en el
segundo viaje. Voy a ello.
Para empezar les diré que cada vez que
nuestro guía en Atenas se cruzaba con un colega, le decía alzando la voz por
sobre las cabezas de los respectivos rebaños de turistas: “¡Se llama Agapito!”,
al tiempo que me señalaba. Y ahora, la prometida apoteosis. La del alba sería
(venga, al Quijote), bueno, un poco después del alba, visitando que estábamos
las impresionantes ruinas de Olimpia, las cigarras trabajando ya a toda
pastilla, al escuchar a uno de los guías hablando un español correctísimo, sin
pensarlo dos veces, me fui tras él (el que me había tocado en suerte aquella
vez hablaba un español mejorable, peor incluso que el de doña Sofía). En esto
que el hombre se fija en mí y me pregunta: “Perdón, ¿es usted de nuestro grupo?”.
“No, es que habla usted muy bien el español”. “Es que creía que era usted
griego”. “No, pero me llamo Agapito”. “Ah, entonces es usted griego”. Se lo
juro por mis muertos.
Con semejantes credenciales, alguno se pensará
que si tengo derecho a voto en el referéndum que hoy se celebra por allí. Ya me
gustaría. Que qué votaría. Por supuesto que votaría a favor de las
instituciones europeas. Grecia es Europa. O dicho de otra manera: Europa es
hija de Grecia, previa pasada por Roma. Pero hombre, si el nombre de Europa lo
crean los griegos con sus mitologías, que está hasta en las más célebres pinturas
del mundo, “El rapto de Europa”, Tiziano y Rubens nada menos.
Todos
somos griegos. Yo al menos. A mucha honra.
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