Hoy, lo lógico y natural es que hubiese
dedicado esta columna a encomiar una extraordinaria noticia aparecida esta
semana, a saber: que España es, otro año más, el país del mundo donde más
trasplantes se realizan, casi nada, y que, asimismo, la Organización Nacional
que coordina todo el sistema, a cuyo frente figura una brillantísima cabeza, el
doctor Matesanz, es un ejemplo donde se mira el resto del mundo, sí, que aquí
vienen a aprender los listos de fuera. “Y que todavía haya gente que proteste
de la sanidad pública”, me decía el otro día el padre de un paciente al que le
ha sido trasplantado ¡todo el aparato digestivo! “Los que protestan del sistema
público de salud son los que tienen enfermedades leves”, le contesté. (Aprovecho
de paso la ocasión para proponer a nuestros jefes regionales que a la hora de
hacer las encuestas sobre el grado de satisfacción de los usuarios del SES, se
hagan dos bloques: uno, para los que han tenido o tienen enfermedades graves; y
otro para los demás. Verán qué diferencia.) De esto, ya digo, es de lo que me
hubiera gustado hablar en exclusiva, pero tengo que cumplir la promesa que les
hice el domingo pasado: dedicar este escrito al terrible problema de la crisis
migratoria, mayormente de los que huyen de la guerra de Siria, a cuya solución,
pasados los siete días que les di de plazo, no he visto mover ni un solo dedo a
los aguerridos y llorones muchachos del IVA cultural, ésos que están todo el
día premiándose entre sí.
Uno, a la vista de los setenta cadáveres
encontrados en un camión frigorífico en Austria, y con el recuerdo de la que se
montó cuando nuestras autoridades sanitarias decidieron, por razones de salud
pública, que lo mejor era matar a Excálibur, el perro de la señora enferma de
Ébola, pensó lo siguiente: qué habría pasado si en lugar de personas se hubieran
descubierto en el camión setenta perros congelados. Ni imaginármelo quiero.
Europa entera se habría movilizado, me refiero mayormente a los colectivos más
sensibles a las catástrofes ecológicas, los del Prestige y todo eso,
¿recuerdan?, esos que no han dicho ni mu ante semejante crisis humana, que no
humanitaria.
Por ahí iba a ir la cosa, ya digo.
Pero mira tú por dónde, la otra mañana aparece
una foto que me rompe todos los esquemas: la del niño ahogado en una playa
griega. Les recuerdo que raro ha sido el medio que no ha titulado: “La foto que
remueve la conciencia de Europa”. Y por ahí no paso. Vaya por delante que a uno
la muerte de cualquier niño le produce un desgarro atroz, no ya por la muerte
en sí, sino por el horrendo dolor de sus padres y hermanos (uno quedó marcado desde
la infancia por una muerte fraterna), pero de ahí a que a mí, como ciudadano
europeo que soy, se me quiera cargar sobre mi conciencia la muerte de cientos,
miles, de personas que huyen de una guerra entre malos e hijos de perra, no
estoy dispuesto a admitirlo. A uno, la muerte del niño, de tantos niños y de
tantos adultos en aguas del Mediterráneo, le remueve las entrañas, pero la
conciencia, lo que se dice la conciencia, la tengo muy tranquila. ¿Vale?