Diecinueve
años tenía yo cuando leí por primera vez a Ortega, “El espectador”, uno de los cien
títulos de aquella ‘biblioteca’ que sacó RTV, bajo los auspicios/permisos de un
tal Fraga, ministro de algo, como siempre. Muerta de risa que estaba en casa de
mi amigo Dámaso, me embaulé la colección entera (en casa de Landero había un solo
libro; en la mía, ninguno). No me enteré de casi nada, claro, pero de entonces
me quedó en el paladar de las lecturas una sensación muy agradable: era como si
la prosa del filósofo hubiese sido bruñida con netol. Así era de brillante.
Algo parecido a lo que pasa con la poesía moderna: suena muy bien, pero no te enteras
de nada. Pues bien, entre aquello y el “Yo soy yo y mis circunstancias”, más la
idolatría que le profesase Julián Marías, mi filósofo de cabecera, uno tuvo siempre
a Ortega como el inmaculado paradigma de los pensadores patrios. ‘Hasta que
llegó su hora’, quiero decir hasta que me topé con su biografía desmenuzada,
por Jordi Gracia.
Recién regresado de Lisboa la primavera
pasada, y deseoso de repetir los paseos por sus deliciosas plazas, me doy de
bruces con esto: “como Lisboa es un inmenso escupitajo, se vive entre
microbios”. Varias veces hube de volver hacia atrás, pues que no daba crédito a
lo leído. No me cabía, ni me cabe en la cabeza semejante barbaridad, de parte
de un hombre tan inteligente, por muy deprimente que sea estar exiliado. Uno
imagina que Lisboa sería por entonces, años cuarenta, una ciudad pobre y un
poco sucia, como tantas maravillosas ciudades que hay por el mundo, Marraquech,
sin ir más lejos, pero hasta el punto de llamarle escupitajo, se me antoja un
insulto imperdonable. Ciclotímico de molde que don José era, y aprovechando que
hoy, cuando escribo, es el “Día Mundial de la Salud Mental”, incardinaremos lo
suyo en ese apartado.
Ahora bien, lo de Lisboa, con ser afrentoso,
más bien injurioso, no es comparable, empero, con la atrocidad que vierte en “La
rebelión de las masas”, sobre los abuelos de los héroes de la patria, los que
anteayer ganaron gloriosamente a Luxemburgo, los ídolos de nuestra sociedad,
los que no en vano, por algo será, ocupan más de la mitad de los espacios
informativos. Vean si no: “Todo en el mundo es extraño y es maravilloso. Esto,
maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al
intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario”. En verdad, en
verdad les digo que si, ahora que han quedado libres sus suspectas
presidencias, yo fuese nombrado mandamás de la FIFA o la UEFA, perdón, de FIFA
o UEFA (así dicen los miles de comentaristas que viven de los héroes), daría
orden inmediata de que ningún futbolista leyese a Ortega, so pena de
inhabilitación ‘ad aeternum’. No es para menos.
En perpetua embriaguez de visionario, dice Ortega
que viven los intelectuales. Poca embriaguez tenía él cuando fue incapaz de
vislumbrar que ‘sus’ denostados tuercebotas, años treinta, siglo pasado, llegarían
a ser lo que son: los verdaderos filósofos de nuestro tiempo, pero sin las zarandajas
ilegibles/ininteligibles de siempre, sino a las claras: “futbol es fútbol”. Y
todavía hay quien dice que los futbolistas son incapaces de hilvanar dos
palabras seguidas.