He salido a la calle a comprar el periódico y
me he encontrado la ciudad en una extraña calma: todo el mundo en silencio o
hablando en susurros; los conductores manejando (así dicen los de allende los
mares) con una inusitada suavidad: nada de prisas y acelerones, nada del
pom-pom-pom atronador habitual; los ‘amotos’, no digamos. ¿Ha pasado algo?,
pregunto al de la tienda. Es que hoy es la jornada de reflexión. ¡Ángela María¡
le respondo, muy bajito, claro. El caso es que anoche ya noté algo raro. Verán:
luego de la preceptiva cena navideña, el restaurante a reventar, jodida crisis,
me llevaron a rastras a uno de esos bares oscuros, de música retumbante y
horrísona (menos mal que ya no hay humo: gracias, ZP, una vez más). Dile que
bajen un poquito el volumen, que no hay forma de entenderse, dijo uno. Dicho y
hecho, oyes. Y al instante cesó el desgañitamiento del personal todo, dando
paso a conversaciones sosegadas y silenciosas. Pero hubo algo más: los miles de
jóvenes que a nuestra llegada seguían la fiesta en la calle, con la algarabía
propia de su edad, cuando hubimos salido del silencioso lugar, convento más
bien, conversaban asimismo en voz baja, e incluso sus risas eran muy contenidas.
Todo muy extraño, ya digo. Pero yo, entre el vinillo de la cena, el gin-tonic
cargadito que me pusieron y el sueño de la hora (era viernes y uno todavía se
levanta temprano), no anduve indagando sobre el particular: agaché la cabeza
camino del coche, deseando que el amigo que no bebe me depositara en la puerta
de mi casa. Y hasta esta mañana.
Hasta esta mañana en que me he levantado
atolondrado (uno ya no está para excesos), sin recordar que hoy es la jornada
de reflexión, que siempre me recuerda a las leyes de la reflexión/refracción de
la luz (conservo el cuaderno del bachillerato) que enunciara aquel genio total,
llamado Isaac Newton. Ahora, por tanto, me explico lo de anoche: bajaron el
volumen de la música no a petición nuestra, sino porque a las doce en punto
comenzó la ‘newtoniana’ jornada, misma razón por la que los jóvenes callejeros
cesaron su escándalo habitual, pues que habían comenzado a reflexionar.
En fin, que reflexionando, reflexionando
(Ortega aconsejaba que se hiciera diez minutitos al menos cada día), se me ha
venido a la cabeza una idea (en tiempos de Rguez. Ibarra, les di gratis unas
cuantas, y ni las gracias). Se trata de la solución definitiva al estancamiento
de las obras del nuevo hospital de Cáceres, que no me digan ustedes que no es
una lástima la situación en la que se encuentra: patéticamente paralizado. Pues
bien, hela aquí: cerrojazo definitivo a una cámara perfectamente prescindible: del
Senado hablo (les recuerdo que en ella un sevillano de Ceuta, precisó
traducción para entender a un cordobés que hablaba en catalán: pa matarlos).
Con el pico que nos tocase de los 3500 millones que nos ahorraríamos al año,
habría para acabar el hospital y lo que sobrase podría ir destinado a la
construcción de la muy necesaria, sí, autovía Badajoz-Cáceres, a lo que debería
sumársele el ahorro que nos va a proporcionar el cierre de otra institución que
tal baila: el consejo consultivo.
Para que algunos digan que hay que acabar con
la jornada de reflexión.