En Japón,
un volcán ha entrado en erupción. No es mala forma de empezar. Aunque estoy
seguro de que Blas de Otero hubiera principiado de otra manera: “Pasa un
avión/-cabrón-/a reacción”, escribió. Cosas de poeta. ¿Que cómo se llama el
volcán? Sakurajima, como todos los volcanes japoneses. Lo cual que si yo fuera
un columnista convencional, horror, me faltaría tiempo para comparar el
despertar del volcán, con la política española actual: erupción/eructación, ya
me entienden. ¿Que eso sería muy forzado? Calla, hombre, calla. Tiempo ha, principiaron
a caer del cielo grandes bolas de hielo (frigolitos), y no hubo articulista que
se librara de comparar aquello con la situación política del momento: qué
derroche de ingenio. Pero por ahí no me va a coger, perdón, pillar.
Volvamos al
Japón. El volcán, como todos sus hermanos activos, expulsa lava candente, que
no es otra cosa que el magma que asciende de las profundidades de la Tierra,
que así es nuestro planeta por dentro, tal que fuera, en su totalidad, cuando
se formó hace unos 4.550 millones de años (la Tierra es como una nieta del
universo primigenio: tiene un tercio de la edad de su abuelo). Y aquí es adonde
yo quería llegar, admirado Araujo, Joaquín: vivimos como si la Tierra hubiese
existido desde siempre, ¿o no? Pues no.
Cuando la
Tierra ya era una mocita casadera, 1.000 millones de añitos, con sus mares y
sus tierras emergidas, aparece en ella el fenómeno más asombroso que ha dado el
universo (conocido): la vida. Digo asombroso, porque a ver quién es el guapo
que me explica cómo la materia inerte es capaz de organizarse para producir la
más elemental forma de vida, que luego lo demás es coser y cantar. Y en ese
coser y cantar, la vida no sólo se extiende por todos los rincones del planeta
(no hay un centímetro cuadrado donde no haya), sino que, siguiendo las
“enseñanzas” de Darwin, sin descansar ni siquiera los domingos, fue creando todas
las clases imaginables, y de las otras, de seres vivos, ninguno de los cuales
se daba cuenta de lo bellísimos que son algunos amaneceres: un verdadero
derroche, ‘pa na’. Estaba claro que
aquello no podía quedar así. Total, que hace cuatro semanas como el que
dice, un buen día, un mono antropoide ve su careto en el espejo de un charco y
exclama: ¡“Anda, coño, si soy yo”! Se acababa de producir “el gran salto”, que
llama Arsuaga. La vida se había hecho consciente. Dicho de otra manera, se
acababan de hacer realidad las divinas palabras del gran Carl Sagan: “Somos la
forma que el universo se ha dado para contemplarse a sí mismo”. Impresionante,
pero cierto.
Es que la
otra noche, Joaquín Araújo, uno de los seres más benefactores que ha dado la
humanidad (lleva plantados más de 40.000 árboles con sus propias manos: las
Villuercas) en la presentación de su último libro, “El placer de contemplar”,
se dolía del trato que estamos dando a nuestra casa, la Tierra. Ante lo cual,
con el debido respeto, me atrevo a sugerirle lo siguiente: la solución al desastre
empezaría por cambiar nuestra forma de “estar” en el mundo, para lo cual, no
sería malo grabar en nuestras molleras las bíblicas palabras de Carl Sagan, que
hablan de “contemplar” como tu libro, qué casualidad. Y yo qué sé qué va a
pasar con el gobierno.