Abrumación
sería la palabra precisa para resumir la pandemia de corrupción que nos asola,
o asuela, que de las dos maneras se puede decir. He dicho sería porque el
diccionario de la academia no recoge dicho vocablo, pero yo lo he visto en
plural, abrumaciones, en el último gran creador/hacedor del lenguaje, Umbral,
quién si no, “Leyenda del César Visionario”. O sea, abrumación de políticos
corruptos a tope.
En busca permanente de soluciones que anda
uno (debe ser la deformación profesional: el tratamiento de la enfermedad),
tiempo ha, ofrecí, gratis et amore, un método para detectar a los potenciales
corruptos, con el fin de excluirlos de cualquier nombramiento para cargo
público, a saber: el test del chivo y la leche, basado en el dicho popular que
reza: “a ése le gusta más el dinero que a un chivo la leche”. Se trataba,
recordarán, de colocar al individuo y a un chivo de pocos meses, a la misma
distancia de una bolsa repleta de billetes y de un cuenco de leche, respectivamente,
y medir el tiempo de respuesta. Quedarían descalificados automáticamente los
aspirantes que tardasen en llegar a los billetes, menos o igual que el chivo a
su escudilla.
Visto el desolador
resultado, o sea el imparable ascenso del binomio corrupción/abrumación, no
tengo más remedio que reconocer el rotundo fracaso de mi invento: si hay
individuos capaces de engañar a la ultracientífica “máquina de la verdad”, lo
del chivo, ingenuo de mí, estaba más que cantado: bastaba con mirar de reojo al
tierno animal.
Pero yo no
estaba dispuesto a quedarme cruzado de brazos: la investigación está llena de
sonoros fracasos, previos a la consecución de la piedra filosofal, que hasta mi
idolatrado Einstein hubo de adjurar de una “constante” que a modo de calzo le
metió a las ecuaciones para detener la expansión del universo en expansión: “El
mayor error de mi vida”, diría. Fracasado, pues el test del chivo, lo admito humildemente,
no creo que haya nacido ‘precorrupto’ (acabo de inventármelo) que sea capaz de alterar
a voluntad el resultado de la nueva prueba que he
pergeñado recién. Antes de nada, he de decir que el método no es creación mía,
pues que ya valiese un premio Nobel, casi nada: el que le dieran al ruso Pavlov
por sus investigaciones sobre los “reflejos condicionados”, llevados a cabo con
perros como se sabe: los perros de Pavlov.
Pavlov
demostró que el perro, en presencia de comida, e incluso en presencia de algo
que le recordase a la comida, principiaba a segregar saliva a borbotones: “se
le hacía la boca agua”, vamos. Para demostrarlo, colocábale una sonda en la comisura
de la boca, conectada a una botella. ¿A que ya saben a dónde quiero llegar? En
efecto, se trata de hacer con el político lo mismo que con el perro, la sonda
en la comisura y tal, pero, en lugar de comida, billetes de quinientos euros.
Estoy absolutamente seguro de que aquél que lleve en sus genes la pasión por el
dinero, llenará la botella de saliva en un santiamén, con lo cual, quedará
delatado ipso facto. Y aquí no hay error posible: “No ha nacido la ingle que me
domine”, se dice en “Amanece, que no es poco”; del mismo modo, no ha nacido
nadie capaz de dominar su secreción salival. ¿O sí?