Había yo medio decidido
escribir sobre los titiriteros, los unos y los otros: los de “gora alka-eta”, pobres
sociópatas de manual, y los del “no a la guerra”, sí, los cobardes,
autocomplacidos y elegantes goyescos (jamás ninguno dijo nada en el festival de
San Sebastián sobre los asesinatos, ochenta y tantos, que eta perpetró en las
calles de dicha ciudad), cuando de repente, o sea, al tenazón, aparece la gran
noticia, las ondas gravitacionales, que fíjense si será un acontemiento
impresionante que hasta los medios de información general, infestados a diario
de políticos corruptos, economistas-alarmistas y futbolistas álalos, la han
llevado a sus portadas. Total, que me dije: no hay color.
Sé que este no es sitio para hablar de los
pormenores de tan extraordinario evento, pero sí para hacerlo del genio que
hace un siglo justo predijo su existencia, Einstein, la más grande inteligencia
que vieran los siglos (para Cela es Quevedo, pero no podemos compararlos: son
conjuntos disjuntos). Han sido tantas las veces que les he dado la paliza
hablándoles del portentoso talento de don Albert (el llamado “principio” de
equivalencia entre un campo gravitatorio, el nuestro por ejemplo, y el
movimiento uniformemente acelerado, es la cumbre del pensamiento humano), que
me parecía una falta de cortesía no hacerlo el día en que, gracias a “sus”
ondas gravitacionales, se acaba de iniciar “una nueva forma de mirar el
universo”, según Stephen Hawking, del que desgraciadamente no podemos decir aquello
de que tampoco es manco, y al cual, bendito sea, le debo todo lo que sé sobre
el Einstein científico, faceta por la que es “patrimonio de la humanidad”, claro
es, y no por su comportamiento como padre y esposo, que eso es harina de otro
costal: se puede perfectamente ser un sabio sin necesidad de ser un santo,
faltaría más, aunque dudo yo mucho que fuera persona dañina (que decía mi madre)
un hombre capaz de decir cosa semejante: “Sólo una vida vivida para los demás
merece ser vivida”. O esto otro: “La madurez llega cuando uno comienza a
preocuparse por los demás más que por uno mismo”.
Dicho lo cual, lo que a mí me fascina del
personaje es su forma de pensar. Había dicho otro genio, Wittgenstein: “Los
límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento”. Pues bien, llega su
amigo Albert (fueron amigos: “Las montañas se comunican por las cumbres”,
Nietzche) y se lo carga de un plumazo: “Raramente pienso con palabras. Tengo
una especial facilidad para visualizar cómo suceden las cosas. Expresarlas luego
en fórmulas matemáticas me cuesta mucho trabajo”. O sea, que la imaginación,
“la loca de la casa”, según J. A. Marina, fue su principal herramienta. No me
extraña nada: “La imaginación es más importante que el conocimiento: abarca el
universo entero”, dijera.
En fin, que ahora entenderán la pena que me
embargó cuando escuché decir a un físico de la misma universidad USA donde
enseñase nuestro hombre, Princeton, que
don Albert se pasó los últimos años buscando inútilmente la forma de conjugar la
teoría atómica con la de la relatividad. Le está bien empleado. No haber dicho
lo que dijo: “Lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible”.
“Me siento
tan inmerso en todo lo que existe, que no me importa nada mi propia
individualidad”. Fue su única religión.