Semanas llevaba esperando
impaciente el crítico momento para lanzarme sobre la presa: el momento en que
los millones de expertos en la cosa política (no eres nadie si no perteneces al
club) que pueblan periódicos, emisoras y televisoras, dejaran de hablar, agotados,
extenuados, del devenir inmediato de España. Así, ya de camino, podré dar satisfacción a la miríada de lectores que reclaman
mi parecer al respecto: ¿habrá nuevo gobierno o, por el contrario, tendremos elecciones
en noviembre?; ¿dará Alberto Rivera el “sí quiero” a Rajoy, o seguirá marcando
su territorio con la orina de la abstención, tal que se hace en el reino animal?
(lo de la orina; los animales no saben qué sea la abstención); ¿lograrán lo
barones socialistas ablandar la mollera de su carismático líder menguante o,
por el contrario, flanqueado por sus pretorianos muchachos (a los que adoran
Leguina y Corcuera), seguirá empeñado en el ‘no’ a toda costa?; ¿sucumbirá
Pedro a la tentación a la que, de vez en cuando, le somete Pablo: “Si me adoras,
todo esto será tuyo”, o tendrá que padecer el hambre y la sed de la oposición,
cuando no el doloroso destierro de la destitución? En fin, de todo esto y más
tendrá cumplida cuenta todo aquel que osare continuar leyendo.
En ésas estábamos cuando, del modo más
inesperado, escuché esta respuesta: “Me gustaría cantar con Adele y con Lady
Gaga”. El que así decía era el gran Plácido Domingo. Les aseguro que me quede
de medio lado. O sea, que el más grande de todos los tiempos (según la crítica
universal) confesaba su deseo de cantar con sendas intérpretes de la llamada
música ligera. Lo de Adele lo tenía yo muy trabajado, mayormente en las noches
de desierto televisivo: cuando eso sucede, las más de las veces, me calzo los
auriculares y me siento en la primera fila del Royal Albert Hall a contemplar su
sensacional actuación. Ahora bien, lo de Lady Gaga me dejó estupefacto. Jamás pude
imaginarme que Plácido el Magnífico (difícil encontrar tanta bonhomía) pudiese
poner sus ojos en muchacha tan atrabiliaria/estrafalaria, la misma que un buen día
se presentase en una fiesta, ataviada con un vestido hecho de filetes de carne.
Pues bien, del mismo modo que muchas de mis lecturas han venido inducidas por
mis autores más queridos, así sucedió con lo de Plácido: me fui en pos de la
joven americana. “Busca la última actuación que tiene junto a Elton John”, me
dijo mi hermano el chico. Dicho y hecho. De Elton John se sabe de antiguo que
es un genio, pero nunca me pude imaginar que la estrafalaria muchacha pudiese
estar a su altura, incluso en el virtuosismo ante el teclado. Mas comoquiera
que una cosa lleva a la otra, me doy de bruces de sopetón con su milagrosa actuación
en los Oscar 2015, homenaje a la muy dulce y muy maravillosa Julie Andrews, “The
sound of music”, de la bellísima película “Sonrisas y lágrimas”. Cuando hubo
acabado su portentoso canto, dije para mí: verdaderamente, es
hija de Dios, perdón, perdón, esta joven merece cantar junto a Plácido Domingo.
Pero ¿no iba usted a hablarnos de la cosa
pública? Ustedes perdonen, pero es que a mí me pierde lo grande -Plácido,
Adele, Lady Gaga, Elton John-, y se me ha ido la pinza.