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El infarto de doña Rita

   Doña Rita se ha ido y todos saben cómo ha sido: a consecuencia de un infarto de miocardio, que también es mala suerte: la mayor parte de los infartos no producen muerte súbita, afortunadamente. Hasta ahí, todo normal: el mismo día, a la misma hora, en el mismo Madrid, más de uno corrió el mismo destino, con toda seguridad. Entonces, a cuento de qué el impresionante follón montado con la muerte de doña Rita en/por los medios de comunicación, mayormente la televisión. Está claro: porque se trataba de un popularísimo personaje del mundo de la política, que para más inri acababa de declarar ante el Tribunal Supremo por una de esas cosas feas que hacen los que mandan mucho tiempo. En efecto, pero no sólo por eso, sino porque nada más conocerse la noticia, los parientes de un lado y los del otro, principiaron a tirarse el cadáver a la cara, con lo que ya tenemos el lío montado. ¿Que quiénes son los parientes? ¡No me digan que no lo saben! Pues claro: sus ex compañeros de partido y ciertos presentadores de alguna que otra cadena de televisión, que en las últimas semanas se habían dedicado a sacar millares de veces la cara desemblantada de doña Rita (aquí entre nosotros: en los últimos días, doña Rita llevaba la muerte en la cara).
  En fin, que a los del PP les faltó tiempo para echarles la culpa a los periodistas, la jauría mordiente y todo eso; mientras que los periodistas, mayormente los que se habían ensañado con la enferma, hacían responsables de su muerte a la gente de su partido, que huían de ella como de la peste: “¿Es que no me vas a saludar?”, tuvo que decirle a uno que ha sido ministro de Asuntos Exteriores.  
  Total, que vaya papelón el de ambos bandos: cual si fueran especialistas en patología cardiovascular, sin anestesia ni nada, los unos y los otros, van y establecen una relación causa-efecto entre el estrés provocado por la delicada situación político-judicial de la finada y el infarto de miocardio que la ha llevado a la tumba. A la vista de lo cual, yo me pregunto: qué estarán pensando los familiares de los fallecidos en las últimas fechas por la misma patología: “¡Si mi marido se acostó tan tranquilo!”, dirá llorando alguna señora recién enviudada. ¿Que los disgustos influyen? Pues claro. Pero sobre un terreno abonado, muy abonado. Si los disgustos, por sí solos, produjeran infartos mortales, los padres que han perdido un hijo estarían todos muertos, so ignaros, que es lo que sois: ignaros y malintencionados.
  Claro que, bien pensado, doña Rita tuvo su parte de culpa. Si yo hubiera sido su médico de cabecera, le habría dicho con toda la firmeza y dulzura del mundo: “Hágame caso. Ni se le ocurra acudir al Senado a sentarse en el gallinero, viendo cómo la ignoran los suyos, que tenemos una edad y no estamos ya para esos trotes. Ah, y prohibido terminantemente ver las televisiones enemigas, que Florentino Pérez no lee nunca prensa deportiva”.
  (Para acabar, unas palabras urgentes sobre otro celebérrimo español recién fallecido: Fidel Castro. ¿Que Fidel no era español? Eso lo dirá usted. Tristes tiranías aparte, ya lo sé, nadie que no sea español puede hablar nuestra lengua con tanta perfección.)
 
   


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