El
otro día, leo en este periódico una noticia que me alegra las pajaritas: “El
PREx-CREx pide un referéndum sobre la soberanía extremeña”. ¿Que no sabe que
significan esas siglas? Las busca usted en Google, que es lo que he hecho yo. Son,
sí, las iniciales de dos partidos regionalistas, como su propia ‘Ex’ indica. Pues
bien, lo que dicha coalición pretende es presionar a los poderes centrales,
consulta proindependentista mediante, con el fin de que nos traten igual que a
los catalanes, a los que Rajoy les acaba de llevar un montón de bolsas grandes
de basura repletas de billetes de cien euros, para que tengan buenos trenes, de
cercanías y de lejanías, y no sé cuánto para el corredor del levante, como si
por aquí, en el poniente, no tuviésemos corredores con las zapatillas viejas.
El asunto me llena de ilusión, ya digo, porque
fui de los primeros en darse cuenta de las ansias de libertad del pueblo
extremeño. Y así lo puse de manifiesto en sendas efemérides: la primera, cuando
fuera aprobado el estatuto de autonomía; la segunda, cuando fuera aprobada su
reforma. Contemplar, en ambas ocasiones, a la multitud exultante, entonando
nuestro glorioso himno, banderas extremeñas al viento, las calles a reventar,
fue para mí la prueba fehaciente de que Extremadura necesitaba la soberanía,
ya. Si, al tiempo, conseguimos, tal que pretende el PREx-CREx, que nos traten
como a los catalanes, pues miel sobre hojuelas.
Sí, ya sé que los catalanes tienen un idioma
propio, que se han dado maña de imponer, postergando el castellano, que no
queda aula donde se hable. Pero nosotros no les vamos a la zaga: a falta de uno,
tenemos dos lenguajes autóctonos: el castúo y la fala, esa preciosa reliquia
que ha sobrevivido milagrosamente a lo largo de los siglos en un paradisíaco
rincón de nuestra geografía noroccidental. Sí, ya sé que el castúo es un
dialecto, pero también tiene su aquel: es un castellano estropeado, tal que se
decía del primigenio castellano respecto del latín, las glosas silenses y
emilianenses, Gonzalo de Berceo y por ahí, y mire usted en donde hemos acabado:
en quinientos millones de hablantes. En fin, que bien podríamos principiar por
la inmersión lingüística y, dentro de cuatro días, estaríamos en condiciones de
hacer el referéndum. Como presiento que la consulta no sería autorizada, para calmar/acallar
nuestro clamor, Rajoy (para entonces seguirá en La Moncloa) se presentaría en
Mérida con una saca de billetes al hombro, con los cuales podríanse finalizar,
al fin, dos obras “catedralicias” (su construcción durará tanto como las
catedrales medievales): el TER (Tren Extremeño Rápido) y el nuevo hospital de
Cáceres, que ahora me lo quieren abrir a cachos: separando la cirugía de la
‘medicina’, como si ambas facetas no fuesen las dos caras de la misma moneda:
el enfermo.
Lo
malo es que, en estos momentos, no veo yo muy por la labor a don Guillermo de
encabezar el ‘procesu’ (en castúo), con el disgusto que tiene el hombre desde
la noche de aquel día: cuando,
finalizado el comité federal de los cristales rotos, hubo de salir del
lugar escondido en las traseras de un coche, que se nota que aún no le ha
salido la tristeza del cuerpo. Esperaremos, pues, a Monago que le va más la
marcha.