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Los gorriatos muertos


    Se lo pregunté el otro día al profesor Muñoz Sanz, persona en la que se cumple a la perfección eso que se dice en “Amanece que no es poco”, deliciosa cinta donde las haya: “A ustedes los médicos se les reconoce una formación humanística muy por encima de la de otros científicos”, pues que don Agustín, además de reputado especialista en enfermedades infecciosas, es un prolífico escritor que lo mismo se atreve con “Marco Aurelio”, obra de teatro que mereciera ser representada, septiembre pasado, en el teatro romano de Mérida, que te escribe una novela preñada de erudición sobre la Compañía de Jesús, “Los galgos del Papa”. Lo cual que se lo pregunté el otro día, hablando de los excesos televisivos sobre la ‘caló’: “¿Recuerdas a qué temperatura caían redondos los gorriatos de los olivos?”. Y ambos rememoramos aquellas tórridas tardes de infancia y tirachinas, él en su pueblo, yo en el mío, en las que los gorriatos, luego de un penoso piar, desfalleciente, agónico, se desplomaban exánimes a los dulces acordes de una sinfonía de cigarras, ahorrándonos con ello la munición ya prevenida (ya saben, es por la portentosa elegía de Lorca a Sánchez Mejías: “una espuerta de cal, ya prevenida”). A propósito, no recuerdo a nadie que sufriera un golpe de calor: ni segadores, ni trilladores, ni espigadoras, ni albañiles, ni lavanderas, ni tan siquiera los muchachos que nos escapábamos de casa a la hora de la siesta, que por cierto, bobos que éramos, bebíamos sólo cuando teníamos sed, que las escasas televisiones que había, en blanco y negro, claro, se olvidaban de darnos consejos para combatir el calor.

  Es que manda huevos que el calor veraniego sea noticia de primera en los telediarios. Noticia sería lo que dice Sabina (¡Princesa de Asturias, ya!), cuando habla de un verano tan raro que no paró de nevar. O el asfixiante calor que pasáramos en Helsinki, aquella vez que estuvimos, que hasta parecían extrañados unos extraños artrópodos de acero que vimos atracados en las orillas, de diseño expreso para hender/hendir los duros hielos invernales. Sí, ya sé que aún es primavera, pero no es la primera vez que en junio se alcanzan temperaturas estivales. Incluso en fechas más tempranas, 1965, mediados de mayo, que me recuerdo como si fuera hoy, bañándome (y a punto de ahogarme) en las ya caldorras piscinas municipales de Cáceres, mismos días del mes en los que, un siglo atrás, Madrid recibiera congelado al quinceañero Rafael Alberti: “el 15 de mayo de 1917, la gente patinaba en el estanque del retiro”. Toma ya. ¿Que eso no volverá a suceder? Yo no estaría tan seguro. Que se lo pregunten, si no, a los dianenses, los naturales de Denia, en donde, ciento diez años después, el pasado invierno volvió a nevar a modo. Es lo que tiene que España esté situada en el ombligo del mundo (según Neruda, Moscú lo está “en el pecho de la Tierra”, ¡cómo no!), a mitad de camino, grado arriba, grado abajo (de latitud) entre el polo norte y el ecuador, que lo mismo te puede alcanzar un lametón de aire siberiano, como una lengua sahariana: la de ahora mismo.

   ¿Y el calentamiento global? Claro que se está calentando el globo, pero con calentura y todo hace unos meses nevó en Denia.

           

    

 

 

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