El otro día, cuando me enteré de que Nicolás
Sarkozy, con acento fonético en la ‘y’ (Antonio Gala, persona vitriólica/viperina
donde las haya, escribió que los franceses de clase bien, léase bian, lo
pronuncian con el acento en la ‘o’: modo de recordarle su origen húngaro), les
decía que cuando supe que Sarkozy, vigésimo tercer presidente de la República Francesa,
casi nada, llevaba horas declarando ante un juez, no es que me pusiera contento,
pero tampoco lo contrario. Sí, ya sé que alguno estará pensando que le tengo
envidia por lo de Carla Bruni. No voy a negarlo, la verdad; a pesar de que considero
que Carla es mucha mujer para mí, mayormente en la estatura. Aunque bien pensado,
con los zapatos que a Nicolás le hacen en Sevilla (cinco cm. de alza), yo podría
estar a su altura (a la de Carla, descalza). No, no es por eso. La razón es muy
otra. A saber: si no fuera por el poder judicial, la jungla medio ingobernable
que es cualquier sociedad, lo sería de todo punto, o sea, ingobernable del todo.
¿Que no? Empezando por los de arriba, díganme un político que no haya tenido
problemas con la justicia. Quietos ahí: con ésos ya tengo suficiente. Pero la
lista de los míos no se queda corta: en lo que viene llamándose España, mi
lista es interminable. La cosa no es privativa de nuestro país, claro. En
Italia, alcanzó límites que merecieron nombre propio: “la tangentópolis”. Y
volviendo a la France, donde no hay nadie inimputable, ¡sin salir del palacio
del Elíseo!, fíjense cómo anda el patio: Mitterrand se libró por el cáncer de
próstata; Chirac se va a librar por la misma razón que Jordi Pujol, por la
edad; a Sarkozy le espera un buen calvario judicial (Giscard d’Estaing ya tiene
bastante con ser como Arzallus: uno de los tíos más malos del mundo).
A cuento de qué viene todo esto. Muy
sencillo: porque, a la vista está, la condición humana, mayormente la de los
políticos, necesita algo que ponga freno a sus excesos. Y ése freno es un poder
judicial independiente, una de las tres personas de la santísima trinidad laica,
a cuyo inventor, Montesquieu, se cargó de un plumazo Alfonso Guerra. ¿Un poder independiente?
Sí. El que llevó a la cárcel al pobre Barrionuevo (y a Felipe, de milagro:
gracias a la toga de un juez argentino, Bacigalupo). El que va a meter en
chirona al cuñado del rey. El que se ha negado a poner en libertad, a
instancias del fiscal general del Estado, ¡dependiente del gobierno!, a un tal
Forn, por una tuberculosis inventada ad hoc, con lo cual, se le ha tapado la
boca a los bocazas de la república catalana independiente.
En resumidas cuentas, que a uno le consuela
bastante saber que si Francia va a ‘empurar’ a un expresidente, lo siento
Carla, por quinientos millones de nada que le ‘prestó’ Gadafi para financiar
una campaña (al buenazo de Adolfo también le dio lo suyo Mario Conde), seguro
estoy de que la justicia de nuestros vecinos habría hecho lo mismo que la
española con los dirigentes de una región francesa que se hubiese declarado en
rebeldía contra la República. Tiempo ha estarían todos entre rejas. Bonitos son
los franceses. Allí, Montesquieu está más vivo que aquí.