"VUELVEN" LAS PENSIONES
Agapito Gómez Villa
La primera vez que, mil mundos ha, se me ocurrió tratar el espinoso asunto de las pensiones, que llegaría un momento en que no habría dinero para mantener el statu quo actual y tal, el sindicalista de guardia se me echó encima y me puso como un poleo en estas páginas. Como esos señores son muy suyos, metí la guitarra en el costal, y a otra cosa volvoreta (mariposa en gallego). El argumento en que me basaba era exclusivamente demográfico: cada año vivimos más (sin ir más lejos, mi padre lleva treinta años cobrando la jubilación) y cada año nacemos menos; ah, y cada día la juventud empieza a trabajar/cotizar más tarde. Ítem más: en mi visión del asunto, me pasó lo mismo que a Felipe González con Cataluña cuando mandaba, que anduvo siempre con la luz corta: ni se me pasó por la cabeza un argumento que ya por entonces se andaba manejando en ciertos foros, y que, mira tú por dónde, me lo vino a poner de manifiesto una sabia anciana de noventa: “Han dicho en la tele que dentro de poco la gente vivirá ciento diez años. Cómo comprendes, Agapito, hijo, una cosa semejante. Si yo durara tanto, cuando me muriera, mis seis hijos estarían todos jubilados tiempo ha, y hasta algún nieto”. Les aseguro que me quedé boquiabierto: no se me había pasado por la cabeza tan palmario argumento. Se lo tengo que decir al sindicalista aquel que me puso a caer de un burro, pensé.
Sí, ya sé que no acabo de descubrir la pólvora, pero es que con pólvora están jugando los partidos que, ante la densa marea de mis congéneres los pensionistas, en busca de una pensión como Dios manda, se han subido corriendo al carro de la demagogia (me repugnan los políticos demagogos). Ni que decir tiene que con la exclusiva pretensión de arañar un puñado de votos, votos que se les volverían lanzas en el caso de que, gracias a ellos, llegasen a gobernar y luego no pudiesen, que no van a poder, cumplir la mentirosa promesa electoral de darnos el oro y el moro, por la sencilla razón de que cada día que pasa hay más pensionistas y menos cotizantes. A no ser que se eleve la edad de jubilación hasta los ochenta, o que maten a la mitad de mis admirados/abnegados colegas los geriatras, copartícipes fundamentales de la creciente longevidad nacional, perdón, estatal.
¿Que le estoy haciendo el juego al gobierno de Rajoy? Vamos anda. Los dineros son los dineros, los cuente Agamenón (mi primo) o los recaude su porquero (Montoro). Dicho de otra manera: el dinero es tan inexorable como la ley de la gravitación. O como decía mi madre: "De donde no hay, no se puede sacar". Circula por ahí un vídeo en el que se ve al pobre Zapatero, qué desgracia, Señor, prometiendo subir las pensiones al Everest, y al final no le quedó más remedio que acabar metiéndolas en el congelador.
Como dijéramos ayer, la única manera de paliar el asunto alguna que otra temperada sería acabar con el dislate económico del sistema autonómico y dedicar los dineros a las pensiones, pero con ello tendríamos otro problema sobrevenido: dónde meterían los partidos a tantos miles de desoficiados. No lo verán mis ojos.
Agapito Gómez Villa
La primera vez que, mil mundos ha, se me ocurrió tratar el espinoso asunto de las pensiones, que llegaría un momento en que no habría dinero para mantener el statu quo actual y tal, el sindicalista de guardia se me echó encima y me puso como un poleo en estas páginas. Como esos señores son muy suyos, metí la guitarra en el costal, y a otra cosa volvoreta (mariposa en gallego). El argumento en que me basaba era exclusivamente demográfico: cada año vivimos más (sin ir más lejos, mi padre lleva treinta años cobrando la jubilación) y cada año nacemos menos; ah, y cada día la juventud empieza a trabajar/cotizar más tarde. Ítem más: en mi visión del asunto, me pasó lo mismo que a Felipe González con Cataluña cuando mandaba, que anduvo siempre con la luz corta: ni se me pasó por la cabeza un argumento que ya por entonces se andaba manejando en ciertos foros, y que, mira tú por dónde, me lo vino a poner de manifiesto una sabia anciana de noventa: “Han dicho en la tele que dentro de poco la gente vivirá ciento diez años. Cómo comprendes, Agapito, hijo, una cosa semejante. Si yo durara tanto, cuando me muriera, mis seis hijos estarían todos jubilados tiempo ha, y hasta algún nieto”. Les aseguro que me quedé boquiabierto: no se me había pasado por la cabeza tan palmario argumento. Se lo tengo que decir al sindicalista aquel que me puso a caer de un burro, pensé.
Sí, ya sé que no acabo de descubrir la pólvora, pero es que con pólvora están jugando los partidos que, ante la densa marea de mis congéneres los pensionistas, en busca de una pensión como Dios manda, se han subido corriendo al carro de la demagogia (me repugnan los políticos demagogos). Ni que decir tiene que con la exclusiva pretensión de arañar un puñado de votos, votos que se les volverían lanzas en el caso de que, gracias a ellos, llegasen a gobernar y luego no pudiesen, que no van a poder, cumplir la mentirosa promesa electoral de darnos el oro y el moro, por la sencilla razón de que cada día que pasa hay más pensionistas y menos cotizantes. A no ser que se eleve la edad de jubilación hasta los ochenta, o que maten a la mitad de mis admirados/abnegados colegas los geriatras, copartícipes fundamentales de la creciente longevidad nacional, perdón, estatal.
¿Que le estoy haciendo el juego al gobierno de Rajoy? Vamos anda. Los dineros son los dineros, los cuente Agamenón (mi primo) o los recaude su porquero (Montoro). Dicho de otra manera: el dinero es tan inexorable como la ley de la gravitación. O como decía mi madre: "De donde no hay, no se puede sacar". Circula por ahí un vídeo en el que se ve al pobre Zapatero, qué desgracia, Señor, prometiendo subir las pensiones al Everest, y al final no le quedó más remedio que acabar metiéndolas en el congelador.
Como dijéramos ayer, la única manera de paliar el asunto alguna que otra temperada sería acabar con el dislate económico del sistema autonómico y dedicar los dineros a las pensiones, pero con ello tendríamos otro problema sobrevenido: dónde meterían los partidos a tantos miles de desoficiados. No lo verán mis ojos.