Dice
mi amigo Miguel Arias que, de los invitados a la boda de la hija de Aznar, sólo
se va a librar de la justicia un camarero: ah, aquel obsceno desfile de psicópatas
por la grandiosa y granítica explanada. Yo creo que no se libra ni el camarero,
al menos uno que yo me sé. El que sí tiene una buena encima es el sacerdote que
casó a los contrayentes. Lo sé de muy buena tinta: de la época en que yo acudía
cada año a los cursos de verano de El Escorial.
Por lo visto, a resultas de las últimas
sentencias ‘gurtelianas’, en el desasosegante insomnio de las altas madrugadas,
el buen sacerdote no sólo ve el templo repleto de imputados/condenados, sino
que teme que la ola pueda alcanzarle a él mismo. Y no es que lo suyo tenga nada
que ver con los robos, los blanqueos, las prevaricaciones (no predicaciones,
ojo) y todo eso, no; pero visto lo visto, se le ha metido el miedo en el cuerpo.
Sucede que, no ha muchos días, leyendo el libro de Manuel Vicent, “Aguirre el
Magnífico”, aquel cura que se casó con la duquesa de Alba, se le ha venido a
las mientes un suceso de su propia adolescencia, muy parecido al que recoge el
escritor, de cuando Aguirre anduviera en el seminario jesuítico de Comillas, y
el buen hombre no es capaz de quitarse el párrafo de la cabeza: “Anoche, me
paseé por el dormitorio, y cuando ya estabais dormidos, vi que tenías ambas manos
entre las piernas dentro del pantalón del pijama. Eso es gravísimo. ¿Lo sabes? Te
doy dos días para que te quites esas ojeras. Y si tienes que dormir con las
manos atadas, hazlo como penitencia”. Algo parecido, ya digo.
Alguien pensará que todo eso es una niñería.
Claro que es una sublime niñería. Pero es que tampoco se le va de la cabeza lo
que cuenta James Joyce en el “Retrato del artista adolescente”. Por no confesar
de muchacho un pecado venial del seminario, a punto estuvo de derrumbarse la
iglesia en la que, muchos años después, se celebraban las honras fúnebres del que
acabaría siendo brillante purpurado. Fue la señal divina de que estaban
enterrando a un pecador.
Lo del camarero. El camarero, al que conocí
uno de aquellos veranos culturales, también está ‘tocado’ por la boda. Antes de
nada, he de decirles que yo fui camarero antes de fraile (en los veranos del
bachillerato), y eso une mucho a los congéneres. Una noche agotadora, viendo la
explotación a la que éramos sometidos, decidí tomarme la justicia por mi mano: precisando
ir a orinar, cogí una moneda de diez duros y me la introduje en el zapato.
Temeroso no obstante de que el zapato pudiera salirse de su sitio, la metí en
el fondo del calcetín. Pues bien, no me van a creer si les digo que mi amigo el
camarero escurialense, un buen día hizo lo mismo, pero con un billete de
cincuenta euros. Y ahí anda el hombre, temeroso de que la compañera que lo vio poniéndose
el calcetín se vaya del pico. Está obsesionado: la mesa que le tocó servir en
el banquete, está encarcelada al completo.
Amigo Miguel, a este paso, no se van a librar
ni los niños de la escolanía.