ANA JULIA
Agapito Gómez Villa
Son muchas las acciones criminales de las que uno ha sido ‘testigo’ (ahora salimos a una diaria). Pues bien, entre tantas atrocidades, hubo una que me causó y me sigue causando una horrenda impresión cada vez que la rescato de la memoria, posiblemente porque una de las asesinadas fue una embarazada a término, cuyo enhiesto vientre fue cosido a puñaladas: Sharon Tate. Sólo imaginarme la suerte/muerte del ser que llevaba dentro, me produce escalofríos. Desde entonces, Charles Manson, el jefe de la manada satánica (rito satánico llamaron a lo suyo) que perpetró tan execrable masacre (fueron cinco los muertos), les decía que desde entonces y para siempre, el tal Manson sería para mí una de las personas más repugnantes del género humano: sólo oír su nombre me sigue provocando arcadas; no digamos su imagen.
“Mataría al etarra Barrios con mis propias manos”, dijo el viejo profesor de filosofía -¿filósofo?-, Gustavo Bueno: el etarra Barrios acababa de asesinar al matrimonio Jiménez-Becerril en Sevilla. De haber sido yo el marido de Sharon Tate, imagino lo que habría sido capaz de hacer en caliente con el tal Manson. Asimismo, no me habría importado que lo hubiesen achicharrado en la silla eléctrica: en caliente. (Digo en caliente porque, en frío, la pena de muerte me parece un asesinato: legal pero asesinato al fin y al cabo.) Fue el caso que al canalla de Manson le fue conmutada la pena de muerte por cadena perpetua. Medio siglo después, aquel canalla moría en prisión. Y aquí es adonde yo quería llegar.
En frío, insisto, la ejecución de una persona me resulta un puro acto de salvajismo. Pues bien: mucho más salvaje se me antoja dejar morir en la cárcel a un anciano, degradado hasta la consunción por un cáncer, para más inri, por muy Charles Manson que se llame. Crueldad se llama esa figura. Lo más asombroso, empero, es que tamaña crueldad sea ejercida por la misma sociedad que durante años consintiese, en aras de la libertad de expresión, supongo, que el nombre y la imagen de tan execrable asesino fuesen celebrados por gente de la farándula: Marilyn Manson se llama una cantante, ¡en su honor! Con la libertad de expresión les daba yo en todos los morros a esos imbéciles, incluido ese cretino llamado Valtonyc, que se cree muy gracioso cuando invita a matar a diestro y siniestro.
Viene todo esto a cuento porque la tal Ana Julia acaba de ser declarada culpable del alevoso asesinato de un niño de ocho años (los detalles de la muerte son de todos conocidos: los medios de comunicación han vuelto a cubrirse de gloriosa inmundicia, qué asco). Es de imaginar, claro, lo que hubiese hecho con ella el profesor Bueno. Pero a falta de don Gustavo, está la Justicia. Y la Justicia podría condenarla a la controvertida pena de “prisión permanente revisable”, lo que de entrada supone algo muy importante: Ana Julia no morirá en prisión. ¿Por qué? Muy sencillo: si alcanzase la ancianidad, la “revisión” la pondrá en libertad; y si enfermase gravemente, nuestro sistema punitivo no consentiría que muriese entre rejas (así sucedió con otro canalla: Bolinaga, el carcelero de Ortega Lara), que algo sabemos del particular los que alguna vez trabajásemos en la institución penitenciaria.
España no es un país salvaje. Como otros.
Agapito Gómez Villa
Son muchas las acciones criminales de las que uno ha sido ‘testigo’ (ahora salimos a una diaria). Pues bien, entre tantas atrocidades, hubo una que me causó y me sigue causando una horrenda impresión cada vez que la rescato de la memoria, posiblemente porque una de las asesinadas fue una embarazada a término, cuyo enhiesto vientre fue cosido a puñaladas: Sharon Tate. Sólo imaginarme la suerte/muerte del ser que llevaba dentro, me produce escalofríos. Desde entonces, Charles Manson, el jefe de la manada satánica (rito satánico llamaron a lo suyo) que perpetró tan execrable masacre (fueron cinco los muertos), les decía que desde entonces y para siempre, el tal Manson sería para mí una de las personas más repugnantes del género humano: sólo oír su nombre me sigue provocando arcadas; no digamos su imagen.
“Mataría al etarra Barrios con mis propias manos”, dijo el viejo profesor de filosofía -¿filósofo?-, Gustavo Bueno: el etarra Barrios acababa de asesinar al matrimonio Jiménez-Becerril en Sevilla. De haber sido yo el marido de Sharon Tate, imagino lo que habría sido capaz de hacer en caliente con el tal Manson. Asimismo, no me habría importado que lo hubiesen achicharrado en la silla eléctrica: en caliente. (Digo en caliente porque, en frío, la pena de muerte me parece un asesinato: legal pero asesinato al fin y al cabo.) Fue el caso que al canalla de Manson le fue conmutada la pena de muerte por cadena perpetua. Medio siglo después, aquel canalla moría en prisión. Y aquí es adonde yo quería llegar.
En frío, insisto, la ejecución de una persona me resulta un puro acto de salvajismo. Pues bien: mucho más salvaje se me antoja dejar morir en la cárcel a un anciano, degradado hasta la consunción por un cáncer, para más inri, por muy Charles Manson que se llame. Crueldad se llama esa figura. Lo más asombroso, empero, es que tamaña crueldad sea ejercida por la misma sociedad que durante años consintiese, en aras de la libertad de expresión, supongo, que el nombre y la imagen de tan execrable asesino fuesen celebrados por gente de la farándula: Marilyn Manson se llama una cantante, ¡en su honor! Con la libertad de expresión les daba yo en todos los morros a esos imbéciles, incluido ese cretino llamado Valtonyc, que se cree muy gracioso cuando invita a matar a diestro y siniestro.
Viene todo esto a cuento porque la tal Ana Julia acaba de ser declarada culpable del alevoso asesinato de un niño de ocho años (los detalles de la muerte son de todos conocidos: los medios de comunicación han vuelto a cubrirse de gloriosa inmundicia, qué asco). Es de imaginar, claro, lo que hubiese hecho con ella el profesor Bueno. Pero a falta de don Gustavo, está la Justicia. Y la Justicia podría condenarla a la controvertida pena de “prisión permanente revisable”, lo que de entrada supone algo muy importante: Ana Julia no morirá en prisión. ¿Por qué? Muy sencillo: si alcanzase la ancianidad, la “revisión” la pondrá en libertad; y si enfermase gravemente, nuestro sistema punitivo no consentiría que muriese entre rejas (así sucedió con otro canalla: Bolinaga, el carcelero de Ortega Lara), que algo sabemos del particular los que alguna vez trabajásemos en la institución penitenciaria.
España no es un país salvaje. Como otros.