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LA MADRE VESTIDA DE NOVIA


   Perdido andaba uno en divagaciones varias, mientras el sacerdote casaba a la pareja (que los contrayentes son los que se casan y que el cura es un mero testigo, o intermediario, no se lo cree nadie: “nos casó don Fulanito, dice todo el mundo), les decía que, cuando más ajeno estaba a la ceremonia, me encontré de pronto con la imagen más bella, más dulce, más entrañable, más pura, más hermosa, más tierna, más emotiva que me ha sido dada presenciar en los últimos quinientos años: la madre vestida de novia, llevando a su niña en el regazo, ambas inmaculadas de blanco, camino de la pila bautismal. Si a eso le añadimos que la novia es de esas personas que irradian una luminosidad especial, para qué contarles más. De ahí que no me sorprendiese nada la respuesta al oficiante: “Qué nombre habéis elegido para vuestra hija”. “Luz”. Para redondear la faena, el señor cura, un cura como Dios manda, habló, claro es, del consabido amor ‘de San Pablo’ a los corintios, pero tuvo la suma delicadeza de no decir ni palabra sobre el “pecado original”, eso tan antiguo, tan absurdo, tan sinsentido, tan feo, que siglos ha se inventasen ciertas mentes calenturientas (léase paranoides), que se conoce que no tenían nada mejor que hacer. ¿Pecado en un ángel de seis meses? ¡Vamos anda!
  A lo que íbamos. Que comparo la situación actual, en la que rara es la pareja que no lleva algún hijo al casamiento, cuando no varios, con la que viviésemos hasta hace cuatro días como el que dice, y lo de hoy me parece un formidable triunfo de la juventud: la maternidad célibe y voluntaria, la maternidad previa al casorio y el ‘casorio’ sin papeles. (“Si de verdad me quieres,/ no habrá casorio, ¿para qué?/ con dos en una cama/ sobran testigos, cura y juez”, dice Sabina, ese genio.)
   En efecto, hace escasas décadas, la mujer embarazada antes del casamiento, quedaba estigmatizada de por vida (¡las casaban al amanecer!). No digamos cuando se trataba de una madre soltera, en cuyo caso, la deshonra y la vergüenza caían a plomo sobre toda la familia, ¡hijo incluido! (que se lo pregunten a Umbral), adquiriendo tintes de verdadero dramatismo, hasta el punto de que, alguna vez, el drama acababa en tragedia, ay. No es momento de señalar culpables, ni lo pretendo, pero llegados a este punto, no puedo dejar de pensar una cosa: la brutal y obsesiva cruzada que, durante siglos, el clero librase contra las prácticas “próximas” a la reproducción de la especie, es para hacérselo mirar: talmente como lo de Galileo. O sea, que, como en el caso de Galileo, espero de la sensibilidad que el papa Francisco tiene para estos asuntos, que un día de éstos pida perdón por tanto sufrimiento causado a tantos: verdaderos infiernos en la Tierra. Dicho lo cual, abandonemos los tétricos infiernos del pasado y vayamos juntamente, yo el primero, hacia los dulces paraísos del presente.
   “Dices que lo de la iglesia fue bonito; pues acércate al salón de al lado”, me dijo mi santa. Y me encontré con una lámina de una ternura suprema: ante la mirada admirada de los presentes, la madre vestida de novia amamantaba a su niña. “Me gustaría ser un gran pintor para eternizaros”, le dije emocionado. Como no sé pintar, les he ‘dibujado’ estas sentidas/sencillas palabras.
 

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