Un día que en su programa “No es un día
cualquiera” trataron largamente sobre la figura de Unamuno, le pregunté a Pepa
Fernández, su excelente directora de entonces: “¿Tú conoces a alguien que haya
ido expresamente a visitar la tumba de Unamuno?” “No, no conozco a nadie”.
“Aquí tienes uno”. Lo cual que, recién llegado a Salamanca, 1971, una tarde de
otoño, me fui solito, distantes afueras de la ciudad, a visitar la tumba de don
Miguel, tal era la fascinación que de su figura me había trasmitido un profesor
del bachillerato. Mitómano que es uno, cada vez que pasaba por su casa, y pasé
muchas veces, era como si pasase por un lugar sagrado, al tiempo que me sentía
observado por la pensante ‘figura’ del pensador, situada a pocos metros. Y por
si faltaba algo para hacérmelo más presente, uno de los mejores profesores que
tuve, don Luis Santos, estaba casado con una nieta del filósofo.
Yo entonces lo único que sabía de Unamuno (no
tenía ni barruntos de sus avatares políticos permanentes) es que era un gran
filósofo y un gran escritor e incluso un gran poeta, aunque tiempo después
aprendería que la poesía no era lo suyo, ¡hace rimar palanca con Salamanca; a
no ser que lo salvemos de la expulsión del Parnaso con las palabras que Dámaso
Alonso dijera sobre el sublime Juan Ramón: “Tiene poemas extraordinarios, pero
también los tiene detestables”, En fin, que para mí Unamuno era una figura
señera del pensamiento patrio, que había escrito un libro que levantó una enorme
polvareda, lo que a él le gustaba, “La agonía del cristianismo”. Resulta que la
ignorancia rampante tomó la ‘agonía’ en la acepción popular, o sea, “La
‘muerte’ del cristianismo”, cuando en griego, de donde procede, su significado
primero y principal es ‘sufrimiento, lucha’, lengua de la que don Miguel era
nada menos que catedrático (se cuenta que en sus clases de lo que menos se
hablaba era de griego). Andando el tiempo, me enteraría, además, de que le produjo
algún que otro dolor de cabeza al otro grande de por entonces, Ortega, claro:
“Unamuno para usted es un tema. Para mí es un ‘problema’, le diría a su
discípulo, Julián Marías, porque tuvo la ocurrencia de dedicarle su
“Metafísica” a Unamuno. Asimismo, aunque eso no le hubiera añadido nada al
personaje (los hay que están muy por encima de cualquier premio), supe después
que a punto estuvo de que le fuera concedido el Nobel de Literatura.
“Mientras dure la guerra”. Aunque ya había
escuchado/leído de gente versada que la película del joven hispano-chileno (se
nota mucho lo segundo), Amenábar, hace aguas históricas por todas partes,
incurrí en ella. Y hete aquí que no me encontré a ‘mi’ Unamuno por parte alguna,
veracidad o no del incidente con Millán Astray aparte. Ítem más: ni Salamanca es
mi Salamanca. Y tampoco creo que Franco fuera el idiota que nos pinta el
director. Y para más inri, no rueda ni un fotograma en Cáceres, en donde se
desarrollan muchas escenas.
En
fin, que menos mal que mi acendrado unamunismo se ha visto recompensado con
creces: “¿Puede usted darme hora para la consulta?” “Dígame su nombre”. “Enrique
Santos Unamuno”.