Estaba yo mirando por la ventanilla del
avión, aeropuerto parisino, esperando el despegue, cuando vi cómo correteaba un
conejillo por entre las hierbas próximas al adusto, agresivo y beligerante hormigón,
que eso es dicho material en el campo. De inmediato, pensé para mis interiores:
vaya faena que les han hecho a los pobres conejos. ¡No tendrían otro sitio
donde construir el aeropuerto! Si yo fuera ciudadano francés, ahora mismo les metía
una denuncia a los responsables del desaguisado: por no haber tenido en cuenta
el impacto medioambiental sobre los vulnerables animalillos (ahora, vulnerable
se usa para todo), que eran dueños de estas tierras mucho antes de que se
inventase la aviación, dónde va a parar. Y no cejaría, claro, hasta conseguir
que lo derruyeran por completo.
Me ha venido este recuerdo, de hace lo menos
veinte años, al leer en este periódico que “Ecologistas y Adenex denuncian
presiones para evitar el derribo del complejo Marina-Valdecañas”. Si en París
fueron los conejos los damnificados, aquí lo han sido las grullas, que son
mucho más viejas que los conejos y, por ende, con toda seguridad llevan más
años en Extremadura que los conejos en Francia. Recuerden que los pájaros descienden
de los dinosaurios, que según todos los estudios empezaron a extinguirse hace
sesenta millones de años, a consecuencia del meteorito que impactó en la
península de Yucatán (si alguien duda de que los pájaros en general y las
grullas en particular descienden de los dinosaurios, que busque en internet
“casuario”, un raro y bellísimo ejemplar australiano, mitad ave, mitad
dinosaurio). Comparen ustedes los 200.000 años que se le calculan al homo
sapiens, con los millones que pueden llevar las grullas aquí, y se darán cuenta
de quien llegó primero. Incluso Cádiz, la antigua Gades, el primer asentamiento
peninsular, con sus tres mil años a cuestas, fue fundada transgrediendo la
biología: es más que seguro que, además de pájaros, habría en el lugar un buen
avío de conejos, que por algo los romanos le llamaron a este solar, Hispania,
que significa eso, tierra de conejos.
En
resumen, que sin necesidad de recurrir a las antiquísimas aves, nos sobran los
juguetones lepóridos, parisinos y gaditanos, para concluir que todas las
ciudades que en el mundo son, fueron construidas con la misma ilegitimidad que las
vistosas villas de Valdecañas. No hace ni falta que un determinado territorio
fuese previamente declarado zona protegida y todo eso: basta con echar una
ojeada al libro sagrado de la biología. ¿Quién llegó primero? No se me alcanza
saber, pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, quienes fueran los habitantes
primigenios del terreno que hoy ocupan (¡los alacranes también son criaturas de
Dios!), pero sí estoy seguro de quienes fueron los últimos, es decir, la
especie invasora/agresora: el hombre y… ¡la mujer!, que, a este respecto, las
feministas se callan como difuntas.
Pues bien, con las inexorables y universales leyes
de la biología en mano, de mayor rango, por tanto, que las inventadas por el
legislador, como español (preguntaré a Garzón si se puede hacer algo en el
extranjero, como él hizo con Pinochet), en nombre de las aves y de los conejos,
estoy legitimado para exigir, y exijo, que sean derruidos, uno por uno, todos
los asentamientos humanos de España. Incluida su propia casa, señor juez. He
dicho.