LA ISLA DEL REY SALOMÓN
Agapito Gómez Villa
(Publicado en HOY el 7/7/20)
La Isla de Valdecañas, es nombre muy bonito, pero no me digan ustedes que el del título no es más bello, con esa contundente belleza que evoca todo lo referente al rey Salomón, que no solo mandó construir un templo en Jerusalén, sino que tuvo tiempo de escribir el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, casi nada. Salomón, como Guti, han pasado a la historia por una sola cosa, cuando ambos hicieron grandes maravillas: el futbolista, por un genial taconazo; el Rey Sabio, por lo del niño al que mandó partir por la mitad. Desde entonces, se habla de una "sentencia salomónica". Pues bien: en honor a la salomónica sentencia que la justicia ha dictado en el interminable litigio provocado por las obras realizadas en referida isla (conservar lo construido y derruir lo que estaba en ciernes), propongo que dicho lugar lleve el nombre del Rey Sabio: Isla del Rey Salomón un pequeño paraíso que un día tuve la desgracia de visitar.
Tuve la desgracia de visitar, sí. Si aquella mañana yo no me hubiese desviado de mi camino, me habría ahorrado muchos disgustos. En efecto, cada vez que los jueces, ley en mano, decían que aquello debía ser derruido, me invadía una enorme congoja. Es que no sólo me dolía la probable demolición de tan bello complejo, porque las grullas habían llegado algunos milenios antes, sino que, por esa regla de tres, temía que a los más radicales de mis hermanos los ecologistas (como Beethoven, "amo más a un árbol que a un hombre") les diera por emprenderla con todos los asentamientos urbanos que en el mundo son: previamente habitados, sin excepción, por alguna especie animal. ¿O no? A propósito: desde un principio me llegaron barruntos de que el sitio nunca fuera una maravilla natural, en el que no escaseaban los nogalitos (eucaliptos en fino), árbol tan horrísono y tan forastero. Y no andaban muy equivocados los que eso afirmaban. Vean, si no, la demoledora respuesta que diesen los muy versados técnicos de la muy prestigiosa Estación Biológica de Doñana, consultados que fueran al respecto: aconsejaron restaurar la zona, pero no devolverla a su estado inicial, pues "antes de las obras, el lugar no destacaba por su calidad ambiental, en comparación con otras de la zona" (HOY, Antonio J. Armero). ¡No destacaba por su calidad ambiental! Marchando la medalla de la ONCE para el que calificó aquello como digno de ser protegido.
Lo cual, que en estos tiempos de televisiva desolación pandémica (la calle es otra cosa), con la salomónica sentencia he recibido, además de la grande alegría por la conservación del pequeño paraíso, otra satisfacción añadida: me dolían como propias las ingentes indemnizaciones que habría de pagar la maltrecha economía de la Junta, agravada recién por la maldita pandemia, y escaecida de siempre por la endemia de cargos públicos superfluos.
Que me perdonen las grullas (y vayan con Dios los nogalitos).
Agapito Gómez Villa
(Publicado en HOY el 7/7/20)
La Isla de Valdecañas, es nombre muy bonito, pero no me digan ustedes que el del título no es más bello, con esa contundente belleza que evoca todo lo referente al rey Salomón, que no solo mandó construir un templo en Jerusalén, sino que tuvo tiempo de escribir el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, casi nada. Salomón, como Guti, han pasado a la historia por una sola cosa, cuando ambos hicieron grandes maravillas: el futbolista, por un genial taconazo; el Rey Sabio, por lo del niño al que mandó partir por la mitad. Desde entonces, se habla de una "sentencia salomónica". Pues bien: en honor a la salomónica sentencia que la justicia ha dictado en el interminable litigio provocado por las obras realizadas en referida isla (conservar lo construido y derruir lo que estaba en ciernes), propongo que dicho lugar lleve el nombre del Rey Sabio: Isla del Rey Salomón un pequeño paraíso que un día tuve la desgracia de visitar.
Tuve la desgracia de visitar, sí. Si aquella mañana yo no me hubiese desviado de mi camino, me habría ahorrado muchos disgustos. En efecto, cada vez que los jueces, ley en mano, decían que aquello debía ser derruido, me invadía una enorme congoja. Es que no sólo me dolía la probable demolición de tan bello complejo, porque las grullas habían llegado algunos milenios antes, sino que, por esa regla de tres, temía que a los más radicales de mis hermanos los ecologistas (como Beethoven, "amo más a un árbol que a un hombre") les diera por emprenderla con todos los asentamientos urbanos que en el mundo son: previamente habitados, sin excepción, por alguna especie animal. ¿O no? A propósito: desde un principio me llegaron barruntos de que el sitio nunca fuera una maravilla natural, en el que no escaseaban los nogalitos (eucaliptos en fino), árbol tan horrísono y tan forastero. Y no andaban muy equivocados los que eso afirmaban. Vean, si no, la demoledora respuesta que diesen los muy versados técnicos de la muy prestigiosa Estación Biológica de Doñana, consultados que fueran al respecto: aconsejaron restaurar la zona, pero no devolverla a su estado inicial, pues "antes de las obras, el lugar no destacaba por su calidad ambiental, en comparación con otras de la zona" (HOY, Antonio J. Armero). ¡No destacaba por su calidad ambiental! Marchando la medalla de la ONCE para el que calificó aquello como digno de ser protegido.
Lo cual, que en estos tiempos de televisiva desolación pandémica (la calle es otra cosa), con la salomónica sentencia he recibido, además de la grande alegría por la conservación del pequeño paraíso, otra satisfacción añadida: me dolían como propias las ingentes indemnizaciones que habría de pagar la maltrecha economía de la Junta, agravada recién por la maldita pandemia, y escaecida de siempre por la endemia de cargos públicos superfluos.
Que me perdonen las grullas (y vayan con Dios los nogalitos).