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GISCARD Y LOS PERROS

“Yo, Señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”, principia confesando Pascual Duarte. Yo, que no tengo motivos, no es que sea un dechado de virtudes, tampoco me tuve nunca por malo. Además, Cela no tenía por qué saber (era muy joven cuando lo escribió), que la maldad, tal que dijera Valery de la sintaxis, es una facultad del alma. Se nace o no se nace con ella. Respecto de lo otro, ya lo dice Sabina: “Sobran los motivos”. Hago este preámbulo para apelar con tranquilidad al proverbio árabe: “Siéntate a la puerta de tu casa a ver el pasar el cadáver de tu enemigo”. Lo cual que aquí me tienen esperando el paso del féretro del penúltimo de aquella hora. Ya pasaron Arzallus y el obispo Setién (lo de la Iglesia, la vasca y la de Roma, ante la ignominia, es como para romper el carnet de cristiano), y, atención, amigos, en estos instantes se acerca el féretro engalanado de Giscard, el hierático y altivo señorito que no movió un dedo cuando la eta, atrincherada en Francia y al abrigo de su justicia, asesinaba personas casi a diario, con uniforme o sin él. Por cierto, me cuenta un amigo forense, que hubo de hacer más de una autopsia, que debajo del uniforme había siempre un ser humano. ¿Que quién es el último? Ustedes ya lo saben: el tío más malo de España, ex aequo con Arzallus. Como ven, Giscard, dañino hasta el final. Es que hoy tenía pensado dedicar íntegramente este escrito al programado y controvertido concierto para perros, en Liria: para el mejor amigo del hombre. ¿Sólo del hombre? He ahí, Irene, un nuevo filón (“Irene, amor”, habría dicho Umbral, pero no está el horno para bollos.) Total, que en cuanto me enteré de la cosa, me dispuse a releer como un poseso el libro de Konrad Lorenz, “Cuando el hombre encontró al perro”, magnífica obra de un médico que dedicó su vida al estudio de la conducta animal en general (especie humana también, claro), y de la del perro en particular, domesticación incluida, proceso milagrosamente ‘sencillo’. Por todo ello, le fue concedido un premiecillo de nada: el Nobel de Medicina y Fisiología. Con la ‘domesticación’ habría sido suficiente para condecorarlo, pues que se trata de un animal (¿animal?: el perro es una persona buena con forma de perro) que, además de gran inteligencia, aporta una cualidad asombrosa: la fidelidad. Pero no sólo fidelidad, sino afecto y cariño sin fin, a su dueño. Y cuál es el sustrato de dichas cualidades: las “neuronas espejo”, las de la empatía entre usted y yo también, cuyo descubrimiento valió otro premio Nobel: al italiano Rizzolatti. ¿Ustedes creen que un animal que ha ‘merecido’ semejantes premios, no se merece un concierto de 7.500 euros? Ese dinero lo cobra al mes cualquiera de los cien mil inservibles cargos públicos, que aportan todos ellos menos que el más insignificante perrito. ¿Que no?

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