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EL RENACIDO Y EL FILÓSOFO

“Séneca era muy amigo de filosofar, es decir, de la verdad”. Pues va a tener razón John Locke, el filósofo que dijo que la mente de un niño es como una ‘tabla rasa’ donde se van grabando los conocimientos. Diez años tenía cuando escuché lo de Séneca (lectura previa a un ejercicio de redacción), de labios del maestro, don Vicente Albarrán, y se me quedó en la mollera para siempre. Como el que no quiere la cosa, ya van dos filósofos. Pues bien, esa misma palabra, filósofo, ha sido usada para definir al ministro de sanidad, “el filósofo de mirada triste”: en este periódico, sin ir más lejos. ¿Es filósofo el señor Illa? Vamos anda: es licenciado en filosofía, que no es lo mismo. Filósofo, lo que se dice filósofo, es un señor que ha hecho una “obra filosófica”, eso que alguien definió -¿Hegel?- de esta manera tan bonita: “Una obra filosófica no es sino la vida del filósofo sintetizada en aforismos”. Toma ya. ¿Ustedes ven a don Salvador ensartando aforismos? Yo no. Además de lo otro, claro: ¿se puede seguir siendo filósofo, desde un gobierno en el que la verdad te la dan ya creada y cocinada? Me da a mí que Séneca habría dicho que no. Por ahí iba a ir este escrito. Pero, amiga mía, de la manera más inesperada, me doy de bruces con “El Renacido”, ¡cantando! No hay color, me dije. ¿Que quién es el Renacido? No, no es Leonardo Di Caprio: es Joaquín Sabina, luego de su batacazo craneal. Una de las tres personas de mi santísima trinidad laica: Alfonso Guerra, Francisco Umbral, Sabina. Ah, qué tiempos aquellos en los que no podía mentar a ninguno, sin que, dirigidas a ellos, me cayera encima una catarata de invectivas, improperios, denuestos. De mi ‘Arfonzo’ me decían que era un rojo, resentido y malo. Y no digamos cuando, por soliviantar al personal, me prosternaba ante el televisor, mientras él echaba un poquito de vitriolo por el colmillo asimétrico. De Umbral, no ha muchos días, lo dije casi todo. Me queda Sabina. De Sabina, incluso tengo escrito que no le perdono su veleidosa amistad con Fidel Castro, tiempos en los que el demócrata cubano acababa de fusilar, o estaba a punto, al general López Ochoa (hoy, al fin, Joaquín se ha caído de la burra, camino del Damasco al que no iba). Pero Sabina no es célebre por sus ideas: lo es por su arte. Y eso ya no lo discute ni Dios: “El día del juicio final, puede que Dios sea mi abogado de oficio”, dice en una de sus incontables/inmejorables canciones, cincuenta de las cuales, al menos, empapan el acerbo cultural del anchuroso mundo de habla hispana, unos seiscientos milloncejos de personas. Y eso, amigos míos, vale más que un día de siega. Último aviso: como se me muera sin el Princesa de Asturias De Lo Que Sea, me quemo a lo bonzo ante el teatro Campoamor. Por éstas. (En efecto, no había color).

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