Resignado estaba a seguir para siempre con los medios dedicados a informar de modo agobiante, abrumante, sobre la mortífera pandemia (las muertes tan próximas llegan a resultar agobiantes, deprimentes, amenazantes), de tal manera, que ya me iba costando trabajo recordar aquellos informativos de antaño. Pues bien, gracias al temporal de frío y nieve, de nieve mayormente (Filomena lo han bautizado), ya he visto alguna cadena de televisión cuya exclusiva información ha sido la formidable nevada y sus múltiples derivadas. O sea que, de la noche a la mañana, parece que el virus hubiese dejado de existir, ojalá, Señor, pues que lo que no sale en la tele, no existe: ¿existe, acaso, la malaria con sus millones de muertos anuales? Oiga, que yo no estoy minimizando la dolorosa magnitud de la pandemia que nos asola; lo que quiero decir es que con un poquito más de concreción y, por ende, con una cierta merma de los tiempos dedicados a la misma, también nos habríamos conformado. ¿O no?
Bien es verdad que los partidarios de Donald Trump, ese centauro de Jesús Gil y Ruiz-Mateos, con unos gramos ‘eclesiales’: “Rodea el Congreso”, ¿recuerdas, Pablito?), se encargaron de ir abriendo brecha con los cuernos (no solo en puertas y ventanas del Capitolio) hacia la ‘normalidad’ informativa, como no podía ser de otra manera, dada la extrema gravedad de un suceso de repercusión mundial. Permítanme el excurso: el bochornoso asalto al Congreso Norteamericano, con sus cinco muertos, marca el punto de inflexión de la decadencia definitiva de los EEUU; por si es que no hubiera sido suficiente con que le estrellasen un avión en el mismísimo Pentágono, el ‘sancta sanctorum’ de la Defensa del más poderoso ejército del orbe, acción de ´transcendencia’ infinitamente mayor que lo de las torres gemelas. En tiempos, le oí decir a Alfonso Guerra que el declive de los EEUU empezó el día que hubieron de salir por piernas de Vietnam. Lo del Capitolio es el colofón. Fin del excurso.
En fin, que me alegro mucho de la llegada de Filomena y ni me alegro ni me dejo de alegrar (hombre, me apena la muerte de cinco personas: “soy toda la humanidad” dijo Walt Whitman) del demencial ataque al Capitolio, pues que gracias a ambos tsunamis informativos, parecemos, solo parecemos, ay, un poco menos vulnerables a la ‘coronada’ pandemia, cuyo remedio definitivo estamos ya tocando con los dedos: la vacuna, las benditas vacunas, una de las cuales nos lleva de nuevo a Norteamérica: la de Moderna. Por qué un nombre español en un país donde todo lo hispano está muy mal visto, se habrá preguntado más de uno Ahí va la explicación: ModeRNA, acróstico, en inglés, de ‘RNA modificado’ (el RNA es uno de los llamados ácidos nucleicos, el otro es el DNA o ADN en cristiano). Así que, de nombre español, nada de nada.
Post scriptum: en Araca, Vitoria, verano del 77, vacunamos a cinco mil reclutas en un día (mando foto del autor en dicha labor).
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...