No hay país del mundo que se vea libre de algún grave problema (en todas las casas hay algo, decía mi madre), ya sean los EEUU de América con la imputación de Donald Trump, y sus impensables secuelas sociales, ya sea la France con su salvajismo incendiario, por un quítame allá esos años para la jubilación, siguiendo por la Gran Bretaña y los problemas derivados del Brexit, y por ahí seguido. (Lo de Ucrania, esa trágica vergüenza putiniana, inimaginable en el siglo XXI, merece tratamiento aparte.) De los países iberoamericanos, ni hablo.
¿Y qué me dice usted de España? Ahí quería yo llegar. A España parece que la ha mirado un tuerto. No bien apagados los rescoldos del Tito Berni y sus pecadores epígonos, cuando más tranquilos estábamos, es un decir (en España no hay un día de tregua en tranquilidad), surge otro grave contencioso nacional, perdón, estatal. Me estoy refiriendo, claro es, al gravísimo asunto que ocupa las cabeceras de todos los medios de comunicación y las conversaciones de todas las calles y corrillos: el nacimiento de Anita, hija de Ana G. Obregón, fruto bendito de una gestación subrogada. Es que no se habla de otra cosa, mire usted. No en vano, algunos medios lo han calificado de auténtico tsunami político-social.
En efecto, la cosa ha llegado a tal grado de crispación, enfrentamiento, tensión, que la señora ministra de Igualdad, la nueva María Zambrano del pensamiento patrio, perdón, estatal, no se ha andado con chiquitas: “La gestación subrogada es una forma de violencia contra las mujeres”, ha dicho, opinión con la que no estoy de acuerdo en absoluto. Lo siento, señora Montero, doña Irene. Ya sabe usted que le tengo ley: me he leído todos sus libros, del primero al último, subrayados que los tengo a más no poder.
Sucede que este particular tiene otra opinión muy distinta al respecto. Posiblemente debido a la huella indeleble que me dejase la muerte de un hermanito cuando yo contaba once años, hace siglos que decidí perdonarle todo, y para siempre, a cualquier persona que pierde un hijo. Ana G. Obregón. El sufrimiento que esa mujer ha pasado, podría ser calificado de indescriptible. Pues bien, sólo por eso, a mis ojos, todo lo que haga dicha señora estará bien hecho. Ítem más: quién soy yo para juzgar a una persona que decide volver a ser madre, sea cual fuere su edad. Sesenta y ocho años: ¿y qué?, ¿qué cosa más natural que recurrir a los magníficos avances de las ciencias reproductivas? Perdone, señora Montero: debería usted tener en cuenta que, independientemente del método reproductivo que la ha traído a este mundo, Anita es tan persona como usted y como yo (bueno, más como usted por ser niña: la recién nacida quiero decir). ¿Se ha parado a pensar en qué dirá Anita de usted el día de mañana? Si el Señor me da salud, ya me encargaré yo de preguntárselo. Tengo el presentimiento de que no le va a agradar nada la respuesta.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...