Repuntan los casos de covid en Extremadura, leves casi todos, afortunadamente, gracias a las vacunas, ese invento milagroso. No obstante lo cual, la gente se asusta, se preocupa y, por ende, se agarra como a clavo ardiendo a los magos sanitarios de la época más dura: Fernando Simón, un suponer. En efecto, muchos se preguntan, ansiosos, que dónde anda don Fernando, el epidemiólogo barítono que salvó a España de la catástrofe. El personal no olvida que el doctor Simón, con su profecía, digna de los profetas mayores del Antiguo Testamento, que los había mayores y menores, según la oposición que hubiesen aprobado, como en la enseñanza, con sus profesores de primaria y de secundaria, les decía que don Simón con su augurio paró en seco la pandemia. No me digan que el buen doctor, con aquella cabellera tan mosaica, no tenia la misma pinta de los profetas bíblicos que se alimentaban de raíces y langostas: pónganle una túnica y llévenlo al monte Sinaí y verán si tengo razón. Como les iba diciendo: “España no va a tener, como mucho, más de algún caso diagnosticado” (sic). Dicho y hecho: su vaticinio se cumplió como se han cumplido las más inextricables predicciones de la mecánica cuántica: 130.000 muertos y trece millones y pico de contagiados. Como un clavo.
Claro que don Fernando tenía por encima a un filósofo, Salvador Illa, cuya actuación al frente de la pandemia tiró por tierra la afirmación de un genio excepcional, Stephen Hawking (todo el mundo tiene derecho a equivocarse): “La filosofía ha muerto, porque no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física”. ¿Que la filosofía ha muerto? Calla, mujer. Que se lo pregunten a don Salvador, que con la licenciatura en filosofía ‘muerta’, desde el ministerio de Sanidad llevó a cabo una labor inconmensurable, basada en sus conocimientos de virología y epidemiología, dos materias que ocuparon gran parte de sus estudios universitarios. A los resultados me remito. A propósito: hay quien dice que las vacunas las inventó un filósofo, pero yo, por lo que me enseñaron en Salamanca, lo pongo en duda.
En resumidas cuentas: que la gente no olvida a don Fernando y a don Salvador. Sin ir más lejos, en el brote de legionela de Cáceres, más de uno se ha acordado de don Simón.
Noticia de alcance: mientras escribo, escucho unos bombazos estruendosos, seguidos de un alegre murmullo callejero y pienso que es por el comienzo de las fiestas de mi pueblo, qué pueblo va a ser, el Casar de Cáceres. Pues no, se trata de salvas de júbilo por el nombramiento, al fin, de una veintena de directores generales de la Junta de Extremadura. No me extraña nada. Es difícil de entender cómo hemos podido sobrevivir tres meses sin directores generales (desde las elecciones autonómicas, los anteriores estaban en funciones). Es que no sólo son figuras imprescindibles para la buena marcha de Extremadura, sino que además nos salen por cuatro perras: 60.000 euros de ‘na’ al año cada uno.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...