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Donde la hermosura se llama soledad


   Ha dicho la señora Cospedal que su intención es reducir a la mitad el número de diputados autonómicos, y que de sueldo ya hemos hablado bastante: bocata calamares y una cerveza, el día que tengan que acudir a un pleno, y van que chutan. Y el billete para el autobús: nada de kilometrajes y otras zarandajas. Ese será el primer paso, sí. El segundo será la clausura de todos esos entes inservibles que son los parlamentos regionales. Bueno, inservibles, lo que se dice inservibles no son, que sirven para dar de comer a miles de desoficiados, que hubiera dicho mi madre. Luego vendrá la supresión de los miniministerios, llamados consejerías, ya lo verán. Y el ‘desprendimiento’ de las televisiones regionales. Lo mismito, los mismito que yo le aconsejé, en estas páginas, al ‘gobernador’ de Extremadura, señor Monago, cuando le dije que fuese valiente y se cargase, él el primero, el invento que tanto ha contribuido al presente marasmo socio-laboral (la palabra ruina se la dejo a los profesionales del pesimismo). ¿Puede Hermosura, perdón, Extremadura, permitirse el lujo de tener cerca de sesenta diputados regionales, a 3.000 euros la tirada mensual, digo yo, para hacer una labor que no sirve para nada, lo que se dice para nada? Vamos anda. ¿Puede Extremadura, perdón, Hermosura, permitirse el dispendio de tener una docena de ‘ministrines’, que dicen en Asturias? Anda ya. Bueno está el horno para bollos. En fin, que cuando todo se haya consumado, o sea, cuando el mal sueño autonómico haya terminado, lo único por lo que sentiré pena es por una cosa: por el himno regional, a cuyo autor, don Miguel del Barco, le fuera entregada ayer la medalla de Extremadura, tan merecida.
  Dicho lo que precede, no creas, amable lector, que está todo perdido, de eso ni hablar. Motivos hay para el optimismo. Sígueme y te lo demostraré.
  “Aquí la hermosura se llama soledad, interrumpida muy de tarde en tarde por pueblos y villorrios, o por abiertas y únicas maravillas como Trujillo, Cáceres, Plasencia, Guadalupe…”, escribe un hombre que, por razones que sí vienen al caso, hubo de recorrer medio mundo, y que en su dilatada memoria, “La arboleda perdida”, le dedica tan bellas y estremecedoras palabras a esta nuestra tierra: “Tengo un inmenso amor por estos anchos campos cegadores, apretados de profundas encinas y olivares, viñedos, alcornoques…”. De Rafael Alberti hablo, claro (cuán bella prosa escriben los poetas), españolísimo del Puerto de Santamaría, gloria de las letras hispanas, lo quieran o no aquellos que se acercan al personaje “con la espada tajante de las ideologías políticas” (yo tampoco fui nunca comunista, gracias a Dios o a Stephen Hawking, pero eso no me impide admirar al gran escritor). “Tierras grandes del corazón, que se le van entrando a uno cual un inmenso y potente orbe de luz, poniéndonos un nuevo latido o compás en la sangre”. Toma ya. ¿Recuerdas a alguien que haya escrito palabras tan hermosamente rotundas, tan rotundamente hermosas, sobre Extremadura? Yo, desde luego, no.
  Y ahora, el ‘arremate’: “No quisiera parecer un poeta turístico, pues aunque no supiera el nombre de estas tierras, su visión y paso por ellas me transforman el alma”. ¡Aunque no supiera el nombre de estas tierras!
  ¡Ánimo, coño, que Alberti está hablando de la tierra donde tú y yo vivimos!  

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