Creo que ya
les conté, y si no se lo cuento ahora, aquello que le dijo Jorge Guillén a
Umbral (las montañas se comunican por las cumbres, dijera Nietzsche): “Estoy
dudando si meter o no la palabra nieto en un poema”. Cosas de poeta. Pues mira
tú por dónde, yo no tengo ningún empacho, sino todo lo contrario, en hablar de
los nietos: los míos y los ajenos. Claro, que yo de poeta tengo poco. Oiga
usted: que Bob Dylan y Mike Jagger hace mucho que son abuelos y ahí siguen en
el ‘candelabro’. Es que, por si faltaba algo, he descubierto una nueva faceta
en los nietos: la propiedad terapéutica.
Me explico. Como
médico, yo no he visto nunca a un viejo más desolado que aquel al que, por esos
odiosos conflictos de familia, se le hurta la presencia de un nieto. Podría
contarles historias sin fin, pero no creo que haga falta, pues que ustedes
conocerán más de una. Por el contrario, jamás he visto a un viejo más exultante
que cuando acude a la consulta acompañado de un nieto o de una nieta: ¡es mi
nieto!; ¡es mi nieta!, dicen con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Y tiene dos
carreras, y habla dos o tres idiomas! Luego, te vas a la historia clínica y
resulta que el viejo está tomando un antidepresivo. Pero cómo puede ser eso, en
una persona que es capaz de expresar tal grado de alegría. Muy sencillo: porque
el día que le hicieron el test de la depresión, el nieto no lo acompañó a la
consulta. Estoy absolutamente convencido, sí, de que si los viejos acudieran a
la consulta acompañados siempre de un nieto, se acabarían las depresiones en
los ancianos. ¿Pero a cuento de qué le vas a poner un antidepresivo a una
persona que está más contenta que unas castañuelas? Todas las tristezas, todas
las inseguridades, todos los miedos, todas las dubitaciones, todos los temblores
o desaparecen o se minimizan ante la presencia del nieto. Hasta se le olvida
hablarte de los dolores, eso tan recurrente: “Estoy llenita de dolores”. Ni que
decir tiene que lo del nieto en la consulta tiene otra lectura: la relación
cotidiana entre el nieto y su abuelo, tan necesaria, ay.
Alguno dirá
que si no sería lo mismo si el viejo fuese acompañado de un hijo o de una hija.
Pues mire usted: como dijeran Martes y Trece, aquellos genios, cuando la
disputa sobre el detergente: “Es igual, pero no es lo mismo”. Es que salta a la
vista: la sonrisa del viejo sólo se ilumina en todo su esplendor ante la
presencia del nieto. Un nieto es incapaz de reñir al abuelo, un hijo sí. Dicho
de otra manera: la actitud del nieto ante las debilidades del abuelo es de
absoluta comprensión, la del hijo puede que no. Es como si el nieto devolviera
al abuelo la comprensión y la ternura (el “pétalo de ternura”, que dijera
Neruda) que el abuelo le diera cuando niño. No me digan ustedes que se le riñe
lo mismo a un hijo que a un nieto, que no me lo creo.
(Esta columna se la dedico a los dirigentes de la
sanidad extremeña, que han pedido ideas para disminuir el gasto. Ahí tienen un
buen filón: los nietos).