Así se
intitula la obra del paisano Doncel, el malpartideño Diego Doncel, con la que
acaba de obtener el premio Café Gijón de novela, y que leeré en cuanto llegue a
mis manos. “Los intelectuales tienen que levantar la voz”, ha dicho el recién premiado.
Intelectuales, infamia; infamia, intelectuales: ¿de qué me sonarán a mí,
juntas, esas dos palabras? Y así me pasé media mañana, bulléndome ambos conceptos
en la mollera del inconsciente, que por lo visto es el encargado de todo lo que
pensamos cuando no pensamos.
Lo primero
que se me vino a la frente es lo de Pío Baroja: “Da como un poco de vergüenza
llamarse uno intelectual a sí mismo”. Y tanto. Y sigue la cosa: intelectuales,
infamia; infamia, intelectuales. Y de pronto, la mezcla más ominosa: la repugnante
connivencia de la intelectualidad europea, un tal Sartre a la cabeza, con los
crímenes de la pareja de criminales más grandes de la historia, Lenin-Stalin.
Infamia,
intelectuales; intelectuales, infamia. Y hete aquí que me salta a la palestra del
caletre la Alianza de Intelectuales Antifascistas, aquella cosa de nombre tan
bonito que se inventaron los intelectuales del Madrid republicano para no ir a
la guerra, quiero decir a pegar tiros al frente. Que se lo pregunten, si no, a
Miguel Hernández, que se quejaba el hombre amargamente de las fiestecitas de
disfraces en palacio (sede de la Alianza) de los señoritos intelectuales, que
él sí que estuvo en el campo de batalla, leyendo a sus compañeros de trinchera
los poemas recién compuestos, algo que no sirve para nada, pero a falta de
pan,... Y aquí ya, con Miguel Hernández, el asunto se me desborda a modo de
catarata. Intelectuales, infamia. Escribe Neruda que, a Miguel Hernández, al
final de la guerra, la embajada de Chile le negaría el asilo que hubiera podido
librarle de la muerte tuberculosa en la cárcel. “Me han dicho de mi gobierno que
sólo intelectuales”, cuenta Alberti que le dijo el embajador chileno, al
ofrecerle refugio en la legación, cuando ya la guerra se daba por perdida. Y entonces,
cerrando el círculo, vuelvo a Baroja y me imagino al pobre Miguel llamando a la
puerta de la embajada: “Buenas, soy intelectual y vengo a pedir asilo, que me
lo ha dicho Rafael Alberti.” “¿Usted, intelectual, con esa cara? Vamos anda.”
No encuentro otra explicación, sino su aspecto agropecuario.
Intelectuales,
infamia; infamia, intelectuales. Ya lo tengo: la execrable, deplorable, reprobable,
vergonzosa y vergonzante cobardía mostrada por la mayoría de intelectuales (con
escasas excepciones) ante la mas grande infamia acaecida en la historia
reciente de España: la ignominia del terrorismo etarra, con su negra y larga estela
de muerte y dolor, humillación y desolación.
Lo cual que
(Umbral dixit), querido vecino (yo soy del Casar), visto lo visto acerca de los
intelectuales, a mí no me merecen ninguna confianza, o sea, que no pasaría nada
si permaneciesen como hasta ahora: calladitos. Si acaso, la firma en algún
manifiesto, contra la derecha, por supuesto, que incluya entre los abajofirmantes,
a Miguel Bosé, que alguna vez firmase como tal.
Que
Bertrand Russell los perdone a todos, que éste sí que fue un intelectual como
manda el Dios en que no creía. Dos veces estuvo en la cárcel por levantar la
voz: en el tiempo de la infamia.