Y allá que
nos fuimos carretera arriba, flanqueados por decenas de cruces post mortem,
como te lo cuento, hasta llegar a los 5.000 metros de altitud, desérticas
mesetas andinas, de llamas, vicuñas y alpacas, con sus niños pastores y todo, estas
últimas. Nos dirigíamos al valle del Colca con el fin de presenciar, a la
mañana siguiente, el vuelo del mítico cóndor, que aprovecha las corrientes
térmicas para ascender desde los abismos del gran cañón del mismo nombre, el
cañón del Colca, profunda falla geológica labrada por una convulsión sísmica.
Asimismo, llevábamos la intención de visitar alguna de las iglesias de las aldeas
del lugar (una docena), construidas que fueran durante el virreinato español, y
restauradas recién con los dineros de la cooperación española, bajo los
auspicios de doña Sofía, según nos contase un curita heroico, que hay que ser
un héroe para ejercer de tal en tan recónditos lugares: todos los pueblos del valle
para él solito.
Chivay se
llama el pueblo en donde nos hospedásemos, a cuya iglesia nos dirigimos una vez
recuperados de tan espectacular viaje. En mi vida he visto tantísimo santo,
vestidos, eso sí, con atuendos perfectamente mejorables. Y qué frondosas
cabelleras, santo Dios. “Si supiera a qué hora es la misa”, se preguntó mi
santa, que es católica, apostólica y del Casar (de Cáceres). Dicho y hecho. A
las siete en punto, estábamos en misa los ocho: los otros, además de nuestros
compadres, eran cuatro adorables ancianas indias, de las de García Márquez, o
sea, de muchos siglos de edad. Apenas comenzada la ceremonia, y mientras el
cura y las cuatro momias vivientes declamaban un cántico en lengua
gutural/ancestral, el quechua, un hermoso gato, salido de la sacristía, recorría,
dueño y señor, todo lo largo del humilde templo, sin que ninguno de los
nativos, que ya eran más, osara ni torcer el gesto. Sólo nosotros, los forasteros,
nos miramos con cara de asombro. Al momento, ya fueron dos los gatos que
recorrieron la iglesia en sentido contrario, por entre la feligresía, cada vez
más abundante, que se conoce que allí el personal no anda bien de relojes. La
parejita de felinos ingresaron en la sacristía (ingresar es palabra que usan los
peruanos a cada instante) y de inmediato aparecieron por un alféizar al costado
del altar. De allí, jugueteando (los gatos en misa son como los niños),
saltaron al retablo, y subiendo y bajando no dejaron de limpiarle el polvo a
ninguno de los cientos de santos (tengo fotos). En un momento, temí que se
encaramasen al mismísimo altar y se quedasen mirando al oficiante, tal que le
sucediera a mi hermano Pedro, que el gato hizo la carrera al mismo tiempo que
él.
Y así iba transcurriendo
la santa misa, basculando entre dos lenguas a cual más bella, el español
peruano y el quechua (no hace falta entender una lengua para apreciar su
belleza): con la naturalidad que da el saber que la pareja de gatos son como
los monaguillos que no había. Hasta que llegó el momento culminante, lo juro
por mi conciencia y honor: “Tomad y comed…” “Miau”. “Tomad y comed todos de
él…” En efecto, fue la única ‘concesión’ que el paciente y heroico sacerdote,
Marcos Alarcón, hiciera a la juguetona presencia de la pareja gatuna. Verlo
para creerlo.