Lo publicó
el otro día este periódico: la mitad de los asistentes abandonan una misa de
difunto (la de los nueves días) al encontrarse en el templo un coro rociero.
Sucedió en una parroquia de Cáceres. Me imagino las caras de los familiares del
finado, 58 años, al escuchar los alegres cantos de las guitarras sureñas.
Esa misma
intención, abandonar el acto, tuve yo, años ha (lo glosé en estas páginas), el
día que fuéramos recibidos a los acordes de “qué alegría cuando me dijeron,
vamos a la casa del Señor”, momento en que entraba en la iglesia el féretro con
el cuerpo de mi tío Antonio, 45 años en flor, diez más que yo: el hermano mayor
que no tengo. Indescriptible, en verdad, nuestra alegría, al oír referido
cántico.
Ahora bien,
el día que más desasosiego he sentido a ese respecto fue en el sepelio de un
joven de catorce años, larga y atroz enfermedad, cuando el coro comenzó a entonar
el ‘Aleluya’. Convencido como estoy de la existencia del inconsciente
colectivo, el de Gustav Jung (algún día se demostrará científicamente: son las
ondas que emite la actividad cerebral), no exagero nada si digo que el dolor acumulado
en el aire se podía cortar con un cuchillo. Es que, que uno sepa, el ‘Aleluya’
es un canto de alegría, y nada más lejos de la alegría que el entierro de un
muchacho de catorce años, vamos, digo yo.
En fin, que con
alguna frecuencia observo una cierta disyunción/disociación entre el fondo y la
forma, en la liturgia de la muerte, mayormente a los nueve días: la muerte es
el fondo, claro. En efecto, sin llegar al extremo de las alegres guitarras
rocieras, compruebo con desazón que el sacerdote, en la homilía, se va a menudo
por los cerros de Úbeda, teniendo en la primera fila, con cara de luto, a los
familiares del muerto, nueve días después de haberle dado sepultura. Es que
nueve días no son nada.
Nadie como
la iglesia para dignificar la muerte (lo comprobé cuando se murió mi madre).
Ninguna institución de este mundo atesora una cultura funeraria, inmensa, excelsa,
como la iglesia. Por eso, creo que estarán de acuerdo conmigo en que, entre el
réquiem de Mozart, esa cumbre universal, y las guitarras rocieras, hay un justo
punto medio. “Las guitarras parroquiales” tituló Alfonso Ussía un memorable
artículo, en donde se mofaba, con toda la ironía de que es capaz, de esa moda
de las guitarras en las misas: ni todos los demonios juntos han hecho tanto por
los anticlericales como las guitarras, venía a decir. ¿Dónde creen ustedes que
me encontré dicho instrumento, tres semanas ha? Horror: en la clara y luminosa
catedral de Arequipa. Como se lo cuento. Menos mal que el acto no estaba
relacionado con la muerte. Era la ceremonia de la Confirmación de algunas
decenas de jóvenes, monseñor arzobispo presente.
Por lo
visto, en cierta sala de banderas eclesiales se ha comentado que este
particular aprovecha sus escritos para lanzar puyitas contra los curas. Nada
más lejos de mi intención. Tengo un respeto cuasi reverencial a la iglesia de
Roma. Puya, lo que se dice puya, ésta: “En los últimos, tiempos, hemos sido muy
permisivos en la selección y en la formación de los candidatos al orden
sacerdotal” (Benedicto XVI dixit).