"LIMA LA HORRIBLE"
Así titula uno de los capítulos de su obra autobiográfica, "El pez en el agua", Mario Vargas LLosa. No es para menos. Si yo hubiera vivido lo que el vivió a manos de aquel canalla loco que era su padre (donde pone canalla, caben otros epítetos, alguno de los cuales comienza por hache), hubiera llamado algo más que horrible al lugar, aunque se tratase de Utopía, la ciudad aquella, tan utópica, que idease Tomás Moro. Un niño que presencia cómo su padre maltrata a su madre y lo martiriza a él mismo, tiene derecho a llamar horrible al mismísimo Machu Picchu, la maravilla del mundo. "Prefiero la peripecia vital de un hombre a toda una filosofía", leí una vez en Umbral. Por eso estoy en Perú: en busca de los pasos de un personaje al que admiro como persona y como escritor, Vargas LLosa, y, al tiempo, rendir visita a mi compadre, Antonio Cebrián, que lo tengo triunfando por estas tierras (marchando un premio del HOY). Y ya de camino, si anduviera por aquí, que anda, lo he visto en la tele, que viene todos los años a los toros de Acho, y me lo topase, a ver si me devuelve la invitación que le hice un verano en El Escorial, aquella vez que le dije: "Tengo yo el gusto de convidarle a un café, don Mario". En fin, que Lima no es ni horrible ni maravillosa: Lima es otra cosa.
Lima es la ciudad en la que alguna vez vivieran, mucho o poco tiempo, cientos de españoles por los que uno siente admiración, a veces veneración. Y no me estoy refiriendo a los paisanos que llevaron a cabo la inconmensurable gesta de conquistar y colonizar estas tierras, verdadero imperio antaño. Me refiero más bien a los muchos otros del mundo de la cultura en sus diversas manifestaciones (los toreros me interesan menos), que no hay libro biográfico/autobigráfico que uno lea donde no aparezca de una u otra manera la ciudad de Lima. Uno de ellos es don Julián Marías, que tantas veces ejerciese su magisterio en esta ciudad como conferenciante, tiempos en los que el régimen del general le negase el pan y la sal por su pasado republicano (de derechas). Con asombro hablaba el bueno de don Julián de algo que nos ha llegado a parecer normal por la fuerza de la costumbre: que pudiese entenderse en la misma lengua con los habitantes de todo un continente. Uno, modestamente, ha sentido exactamente lo mismo, nada más poner pie en tierra. En efecto, alegre asombro el producido al ver en un país extranjero -¿extranjero?- rotulados en español los letreros del aeropuerto, por debajo el inglés, claro. Y no digamos de la paleta de formas tan diversas de hablar el español, a cual más bella, que uno se ha encontrado en el Cuzco, adonde acuden viajeros de medio mundo.
Cientos de veces escucháramos de niños aquello de la inmensa obra de España en América: lo de la lengua, la religión, la cultura y todo eso. Pues bien, he podido comprobar, no sin un punto de orgullo, que todo aquello, tan tópico, es una verdad como un templo, un templo tan grande como la inmensa y luminosa catedral de esta ciudad, Arequipa, en donde me encuentro finalizando este escrito, patria chica de mi personaje, cuya casa de nacimiento espero encontrar dentro de un rato. En fin, que lo mío ha sido más intenso que lo del maestro Marías: siento como la sensación de estar viajando por España. Por otra España.