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El Papa y los viejos etarras


     De histórico ha sido calificado por todo el mundo lo del Papa. ¡Anda -me he dicho para mis adentros-, como algunos de la eta! Sí, señor, la renuncia de Benedicto XVI ha merecido el mismo calificativo que un asesino: un hecho histórico, lo del Papa; un dirigente histórico, el etarra. Toma del frasco, Carrasco. ¿Entienden ahora por qué yo me he puesto y me sigo poniendo como una pantera, por escrito y en directo, cada vez que un periodista calificase/califica de histórico a uno de la eta, en lugar de llamarle antiguo, viejo o veterano miembro de la tal? Tendrían ustedes que verme, echando espumarajos por la boca, cada vez que leo/escucho lo del histórico dirigente. Sí, ya sé que eso no es bueno para la salud, que el día menos pensado me va a dar algo malo, una angina, un infarto, un amago, una congestión, pero es que si no descargo en forma de exabruptos los borbotones de adrenalina que la cosa me produce, me quedaría en el sitio, reventado de ira, en el inte. Y eso que uno ha tenido la suerte de no tener en la familia ningún muerto a manos de un dirigente histórico, que el Señor me confunda por lo que acabo de escribir. De haberlo tenido, no habría ganado para televisiones (léase televisores), ya me entienden. No lo puedo remediar: con estas cosas del lenguaje periodístico me pongo como un obelisco, perdón, como un basilisco. Es que, hablando de lenguaje, aquí viene al pelo lo que dijera Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”, que, aunque estaba equivocado, visítese Einstein, no me digan que no queda bonito. ¿Cómo puede mi cabeza asimilar la barbaridad que supone usar una misma palabra para un asesino que para la renuncia de un Papa, siete siglos después de que lo hiciera otro?

  Dicho lo cual, que no es poco, a uno le ha parecido de perlas la histórica decisión del Santo Padre. De la renuncia del Papa se ha dicho de todo, absolutamente de todo, sobresaliendo, cómo no, las inmundicias de ciertos miembros del clero, sobre la ingente labor humanitaria que llevan a cabo en todo el mundo los miles (¿millones?) de cristianos convictos y confesos. Yo me quedo, no obstante, con el sencillo hecho de que un hombre, en pleno uso de sus facultades mentales, y no encontrándose con las fuerzas necesarias, oiga, que son 85 años, decide resignar (al diccionario) el cargo, más bien la inmensa y pesada carga. Y con esto otro: “La Iglesia llama a todos sus miembros a la renovación”, que dijera en una de sus últimas alocuciones (no confundir con ‘declaraciones’, que eso es de los políticos y futbolistas). ¿Qué querría decir con lo de la renovación? (“O renovarse o morir”, dijera San Pablo.) Válgame el cielo que yo pretenda ser intérprete de Su Exsantidad, pero hablando de renovaciones a uno se le ocurre una, perentoria: la elevación a la mujer al Orden Sacerdotal. “Dios es una Madre”, dijera Juan Pablo I en los escasos minutos que estuvo en el mando. Imagínense que Dios hubiera enviado a la Tierra a su Hija Unigénita. Por qué no. Y que, a estas alturas de la liga, los hombres no pudieran ser sacerdotes. Cómo se les quedaría el cuerpo.   

 

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