En
adelante, mis oraciones irán dirigidas mayormente al Espíritu Santo. De bien
nacidos es ser agradecidos, y yo nunca le agradeceré lo suficiente a la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad (el ordinal no le favorece, ay), el favor que
acaba de hacerme: la elección del Papa Francisco. Que uno recuerde de la
escuela, es el Espíritu Santo el que ilumina a los cardenales en sus
deliberaciones, dada la inmensa trascendencia que tiene lo que se cuece en tan
magnificente horno, la Capilla Sixtina, o sea; siempre desde la óptica de los
creyentes, claro está.
Voy con el
agradecimiento.
Comenzaba
yo esta ‘saga’ sobre el interregno papal, hablando de la ingente cantidad de imbecilidades,
cretineces, bobadas, chorradas, gilipolleces, mamarrachadas que uno tuvo que
leer/escuchar acerca de las causas de la renuncia de Benedicto XVI, no sólo del
periodismo en general, sino de parte de esos que se dejan llamar vaticanistas,
que ya hay que ser soplapollas: a mí me dice uno “tú eres un vaticanista” y le
salto ipso facto con “eso lo será tu
padre”. Exprimidas hasta la extenuación las ‘causas’ de la renuncia (dimisión
han dicho algunos, como si las palabras no tuvieran su ámbito), de inmediato se
puso en marcha la lista de los papables, con un par: que si un italiano, que si
un estadounidense, que sin un canadiense, que si un brasileño. Y se quedaban
los tíos tan tranquilos, los muy insensatos. Así varias semanas interminables.
En esto que,
llegada la hora de la verdad, aparece la fumata blanca, hermosa tradición donde
las haya, que casualmente me coge con la vista en la televisión y el oído en la
música, algo de Brams, auriculares calzados, por no molestar a la concurrencia.
¡Mira, la fumata blanca! Total, que como todos los días no se elige un Papa,
decido esperar el nombre del nuevo. Como no me gustasen los comentarios
sinsustancia de la mozas monas y analfabetas (me encantan las mozas monas,
aunque sean analfabetas) que casi todas las cadenas tenían destacadas en la
plaza de San Pedro, recalo, y me quedo, en un programa de hombres viejos y
resabiados, que parece que no hubiesen hecho otra cosa en su vida que oler los
pedos (perdón por lo escatológico) de Papas y cardenales. Y vuelta la burra al
trigo con la ‘quiniela’ de los papables. Que si yo creo que será el arzobispo
de Milán, que si yo el patriarca de Venecia (por título que no quede), que si
uno de la curia, que si mejor sería el estadounidense y su modernidad, que si
yo hago por el canadiense, que si no estaría mal el brasileño, que si patatín,
que si patatán. Aderezado todo con una considerable erudición, pero rayando
siempre en la mundanidad del acto y la consiguiente falta de consideración
hacia el resto de los miembros del colegio cardenalicio, elegibles todos. Tan
sólo Ramón Pi, ese gran periodista, tan culto como inteligente, mantuvo el
respeto que merecen las creencias de tantos millones de personas. Y aquí viene
lo bueno. Cuando el parkinsoniano protodiácono pronunció con palabra escandida
el nombre del elegido, los eruditos se quedaron todos de una pieza. “Siento una
enorme decepción”, diría el erudito más insolente, insensato, irrespetuoso. Fastídiate
(con jota), pensé.
Gracias,
Espíritu Santo. Por confundir a tanto sabio idiota.