Dice Vargas
Llosa, hablando de su faceta (brillantísima) como articulista/ensayista, que
cuando joven en París, en Barcelona y por ahí, ‘lo bravo’ (sic) era llegar al
fin de semana sin haber escrito una línea y enfrentarse a pecho descubierto con
la página en blanco, horas antes de tener que entregarla al periódico. Eso
mismo le sucede con frecuencia a este particular que les habla, en aras más que
nada de la actualidad, o sea, todo lo acontecido en los últimos 400.000 años,
que va a tener razón Eudal Carbonell cuando dice ingeniosamente que, para los
antropólogos, cualquier descubrimiento con menos de esa edad es periodismo,
pues que noticia periodística y gorda acaba de ser el estudio del ADN del fémur
de un señor que vivió en aquel tiempo en la sierra burgalesa de Atapuerca. Es
que lo peor no es elegir el asunto a glosar, qué va: lo verdaderamente
dificultoso es el descarte. Ni que decir tiene que rara es la semana que no
viene preñada de acontecimientos dignos de hincarles el diente con gusto.
Lo primero
que se me ocurrió fue escribir algo sobre el sida, al hilo del día mundial, 1º
de diciembre, que la OMS dedica a tan dolorosa pandemia, que se ha cobrado ya
la vida de unos treinta millones de almas, tirando por la bajo. Y hablando de
almas: ¿cuántos de esos millones habría que poner en el debe de la Iglesia de
Roma, con su infantiloide y ridícula, patética y absurda, formidable y
espantosa fijación con las dichosas membranitas contraceptivas que al parecer tanto
ofenden al Dios que creó un asombroso Universo de varios cientos de miles de
millones de galaxias y que por lo visto está muy pendiente, cual juez iracundo,
de aquél que osa usarlas? Esperemos que en esto no tarden varios siglos en
pedir perdón (esta vez, de rodillas) como pasó con Galileo, el muy
sinvergüenza, que no se le ocurrió otra cosa que decir que la Tierra gira
alrededor del Sol.
Sobre el
sida tenía pensado escribir, ya digo, pero mira por dónde, se muere Fernando
Argenta. Y cómo no dedicarle unas líneas al hombre que más ha hecho por la
divulgación de la llamada música clásica (¡Elton John es un clásico, y Sabina!),
arte sublime y supremo capaz de emparentar a los dioses con los humanos: “No
soy ateo porque existe Bach”, dice Salvador Pániker. Pero luego me dije: si
estando vivo, no me leyó, aquella vez que le dediqué una encendida columna en
estas páginas (de haberlo hecho, me habría escrito cuatro letras), después de
muerto, no creo que se le vaya a ocurrir hacerlo. Así que desistí del
particular.
Lo cual que
(loor a Umbral) decidí dedicar la columna al aniversario de la Constitución, que
la quieren reformar porque hace aguas por todas partes, la pobre. Mas hete ahí
que, cuando ya lo tenía todo pergeñado (¡los británicos no tienen Constitución!;
la Constitución lleva dentro el germen, artículo VIII, de la destrucción del
Estado; los nacionalistas se la pasan por el forro; etc), va y se muere Nelson
Mandela. Pero ya no queda sitio para él, ay. Y que conste que no es en venganza
por las dos horas que nos hizo esperar cuando fuera investido doctor honoris
causa por la Complutense, aquel verano en El Escorial.