Impresionantes las exequias, fúnebres,
claro, que no sé si hay otras, de Adolfo Suárez. Sobre todo, el homenaje de la
ciudadanía. De lo cual me alegro cantidad: el personaje, además de su
trascendente labor como político (trascendental quedaría excesivamente
trascendental), era una bella persona, lo que uno ha dado en llamar
“biológicamente bueno”, y yo tengo una debilidad innata hacia las buenas
personas (a los bichos malos, ni en puntura). Lo de Suárez, pues, ha quedado
visto para sentencia, o sea, que ha sido dicho todo lo que había que decir. O
casi todo. Una cosa he echado de menos, empero, en el maratón informativo
dedicado a la agonía, muerte y entierro de don Adolfo: la ausencia de la eta en
los funerales, banda criminal que tantos funerales causó cuando la presidencia
del difunto. Uno, claro, no ha estado pendiente a todas horas de los miles de
cadenas televisivas, pero en los ratos dedicados al menester, no ha visto
aparecer a la eta por parte alguna.
Tal vez porque a uno la violencia le
produce una honda huella, mezcla de dolor, pesadumbre y tristeza, cuando no de odio
y repugnancia, lo cierto y verdad es que nunca ha podido recordar a Suárez sin
que se le venga la eta a la cabeza, por delante del tricornio y la pistola de
Tejero. Aquélla casi cotidiana orgía matinal de sangre, de uniforme o de
paisano, tanto da, a uno le ha quedado marcado para los restos. Ignominiosos días
en los que a duras penas se podía encontrar un cura para el funeral de los
guardias civiles matados como conejos, celebrados que eran a escondidas, como
el casamiento de las dulces y entrañables novias que antaño iban al altar embarazadas,
al amanecer, y cuyos féretros eran sacados por la puerta trasera del templo,
vamos, lo más parecido al trato a un judío en la Alemania nazi. Además de a
Galileo, ¿la iglesia no tendría que pedir perdón por eso? Aquella tibia actitud
(“porque eres tibio, te vomito”, dijo Jesús) de pañitos eclesiásticos
calentitos hacia el clero vascongado, es para
no olvidar, yo al menos, que uno tiene memoria, todavía.
La eta y sus masacres, ya digo. Con tan terrible
carga, tuvo que gobernar el bueno de don Adolfo. Y con Emilio Romero, envidioso
individuo que nunca le perdonó que siendo de Ávila como él, llegase a
presidente del gobierno, cuando él no llegó ni a ministro con Franco, cosa en
la que pondría todo su empeño. Ah, que no se me olvide recordar la repugnante
cobardía de los intelectuales (con escasas excepciones) y progres de todo jaez,
asco me dan, ante los viles asesinatos terroristas.
Y hablando de violencias, en tiempos de
Suárez, se decía mucho: “Condenamos la violencia, venga de donde venga”. Uno no
sólo condena la violencia “venga de donde venga”: uno detesta toda forma de
violencia, con sangre o sin ella. Sin embargo, cada vez que veo a uno de esos
jóvenes antropoides disfrazados de estudiantes arrojando adoquines a la cabeza de
los policías, ¡so capa del derecho de manifestación!, hay que joderse, me dan
ganas de quitarle la porra al agente y tundir a palos al agresor, hasta hacerle
los pulmones agua (loor a Cela). Pero no debo hacerlo: detesto la violencia. Y
a los violentos, ni te cuento. Vengan de donde vengan.