No veo
yo a Picasso en camiseta diciendo frases lapidarias, pero como me lo contaron,
de nuevo se lo cuento: “No busco, encuentro”. Dicho lo cual, hago mía la frase
picassiana, aunque sea apócrifa. Es que no sé qué me pasa, pero me las
encuentro todas.
“Yo sospecho de ese reverendo franciscano
que durmió ayer en nuestra misma posada en Badajoz”. Si no lo leo, no lo creo. No
se pueden imaginar dónde me encontré esa cita, no ha muchos días. Les aseguro
que me quedé de una pieza. De modo y manera que, al día siguiente, como tuviese
dificultad para encontrarla, pensé que había sido una invención de la
duermevela, de esos momentos que tan asombrosamente describe Proust en el
comienzo de “En busca del tiempo perdido”, que ésa debiera ser su auténtica
traducción. Sin embargo, allí estaba la pensión de Badajoz. ¿Es que Badajoz no
merece salir en cualquier libro? Por supuesto. Pero me lo encontré donde menos
lo esperaba.
Uno siempre
ha presumido de la media docena de extraordinarios profesores que tuvo en el
instituto “El Brocense”, Cáceres: “Lo importante es un buen bachillerato;
luego, la carrera es puro trámite”, dice el maestro Pániker. Por eso me
fastidia, con jota, tener que reconocer que el profesor de filosofía no estuvo
a la altura de las circunstancias, la tarde aquella, lo recuerdo perfectamente,
en que nos habló de un filósofo que había escrito un libro en el que
ridiculizaba a otro filósofo. Un profesor como Dios manda, en un instituto
extremeño, tenía que haber dicho lo siguiente: “Leibniz decía que vivíamos en
el mejor de los mundos posibles. Pero cuando acontece el tremendo terremoto de
Lisboa, Voltaire aprovechó la ocasión para darle en la cresta al optimista y
escribió un relato titulado ‘Cándido’, en el que, por cierto, nada más empezar,
sale a relucir Badajoz”. Se conoce, claro, que el hombre no había leído el
libro.
Más de uno
estará diciendo que qué importancia tiene eso. Tal vez ninguna. Pero no me digan
ustedes que no es excepcional que una de las figuras señeras de la cultura
francesa, lo que equivale a decir de la cultura universal, Voltaire, nada
menos, fije sus ojos en una remota población del occidente de la península
ibérica, Badajoz, siglo XVIII, y mucho más si tenemos en cuenta la proverbial
simpatía que nos han dispensado siempre los gabachos.
Siguiendo
con mi fetichismo (me lo dijo una vez Luis Landero), no quisiera dejar de
mencionar otra perla literaria “extremeña”, que, casualmente, no he visto
referida en parte alguna: “el general Ignacio María, último nieto del Marqués
de Jaraíz de la Vera”. No sé si existe o no, aún, dicho título nobiliario, pero
lo cierto y verdad es que eso lo recoge todo un Gabriel García Márquez en “El
amor en los tiempos del cólera”, una de
sus obras grandiosas.
Y para
acabar, aprovechando el subidón fetichista-extremeñista, me es grato, asimismo,
comunicarles que hay “una ciudad extremeña que no está en Extremadura: Quito.
Quito está emparentada con Mérida, con Trujillo, con Cáceres…”, se lo dice el doctor Barraquer, don Joaquín,
genio de la oftalmología, a Cela, que lo glosa en “Conversaciones españolas”.
Total, que si yo fuera del gremio de la
hostelería, ya hubiera abierto una “Posada Voltaire” en Badajoz. Y la habría
llenado de ‘palomos’ este fin de