Como diría
el ingenioso escritor peruano, Alfredo Bryce Echenique, antes de empezar a
hablar, quisiera decirles unas palabras: mi más sentido pésame a don Jaime
Peñafiel, protomarujón nacional (‘proto’ en griego significa el primero), pues
que ya a mediados del siglo pasado se dedicaba a tan digno menester: el marujeo
profesional por los suntuosos salones palaciegos y tiránicos. El pésame es,
claro está, porque ha sido incapaz de conseguir que doña Letizia no llegue a
ser reina de España.
Dicho lo
cual, comienza la conferencia, propiamente.
Desde que
hace varios meses (eso es lo que parece) el rey anunciase su abdicación, no se
habla de otra cosa, de modo y manera que bien podríase decir que todo ha sido ya
dicho. ¿Todo? Calla, hombre, calla. Está dicho todo lo previsible, lo que de
toda la vida se resumió en una frase: “a rey muerto, rey puesto”. Y aquí paz, y
después gloria. Hay, empero, una historia subyacente que no he visto/oído comentada,
ni de pasada, por ninguno de los millones de doctos profesionales que se
dedican a la información/opinión. A ello voy.
Dice Serrat,
en ese histórico (en todos los sentidos) documental que le han grabado junto a
Sabina (¡premio Princesa de Asturias, ya, para ambos!), que al fin y a la
postre todos nos movemos por los mismos afanes: que les vaya los mejor posible a
nuestros hijos (y a nuestros nietos, claro); de lo contrario, lo llevas jodido
(esto último lo añado yo).
¿Qué es lo
más grande que les puede suceder a unos padres? Hombre, dicho así: que un hijo
llegue a ser rey de España. Pues bien, hay una familia de clase media a la que,
a ese respecto, no le han podido ir mejor las cosas. Dentro de unos días, su
hija primogénita será coronada reina, lo siento, don Jaime. ¿Hay quién dé más?
¿Qué es lo
peor que les puede suceder a unos padres? La muerte de un hijo. Umbral, que lo
dejó escrito todo, dijo lo siguiente: “Los hijos nunca deberían morir antes que
los padres”. Si lo sabría él, que tuvo que tirar de unos versos de Pedro
Salinas al hijo recién nacido, para comenzar a escribirle a su hijo recién muerto:
“Esta corporeidad mortal y rosa/ donde el amor inventa su infinito”. Pues bien,
los mismos padres que van a asistir a la coronación de una hija, no ha mucho
tiempo hubieron de asistir al entierro de otra (que la causa fuese el suicidio,
añade un tinte más doloroso, aún). ¿Hay quién dé ‘menos’?
¿Ustedes
creen que a esos padres se les puede olvidar alguna vez la hija muerta, por
grande que sea la alegría de ver coronada a la otra? Vamos, anda. Es más, seguro
estoy de que a la futura reina, lo siento, don Jaime, el día diecinueve no se
le irá su hermana Erika de la cabeza. Lo sé perfectamente, porque el día que yo
sea coronado rey de España, ¿por qué no?, me acordaré del hermano que se me
murió cuando yo tenía doce años.
Y ya para
acabar, quisiera hacerles ver el trágico paralelismo entre los padres de don
Juan Carlos y los de doña Letizia: la muerte de un hijo/a y la coronación de
otro/a.
Muchas
gracias por su asistencia y por su atención.