A vueltas andan con los huesos de Cervantes, que yo
no sé si eso es bueno o malo: el que los encuentren, quiero decir. A no ser que
lo que pretendan sea extraerles el ADN para clonarlo, y que nazcan cientos,
miles, de Cervantitos. Pero eso me parece difícil: Einstein fue un genio, el
más grande de todos, y no tuvo ningún descendiente genial. Ni Beethoven, ni
Mozart, ni Leonardo, ni Miguel Ángel, y por ahí seguido. Cosas de la genética, lo
que hoy conocemos de ella, claro, que mañana Dios dirá. Y hablando de
genialidad, yo con Cervantes es que lo flipo. Y no me refiero sólo a la
excelsitud de su escritura, sino al milagro de su sabiduría. Resulta que el
otro día, en una de las miles de charlas que nos dan a los médicos sobre la
diabetes, la obesidad, la hipertensión y todo eso, va el ponente y dice,
enésima vez, que una de las cosas que prolongan claramente la vida es comer
poco. De inmediato, me vino a las mientes aquello tantas veces citado de
Cervantes, pero esta vez me asombro, me sorprendo por mi ‘descubrimiento’: “Come
poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina
del estómago”. Toma ya.
¿Hizo
Cervantes algún curso sobre nutrición, dietética o algo por el estilo? Me da a
mí que no. Don Miguel nació en la muy docta ciudad de Alcalá (me asegundo: si
yo hubiera tenido mando en plaza, Alcalá habría sido Cambridge, y Salamanca
Oxford), y vivió asimismo en ciudades tan importantes como Sevilla y
Valladolid, pero tengo para mí que por aquellos entonces se impartían pocas
enseñanzas sobre el particular: tiempos en los que la gazuza, también conocida
como hambre, había que quitársela a sopapos. De ahí lo asombroso del asunto: que
un hombre que pasó toda suerte de privaciones, como cautivo, como preso,
tuviera la genial intuición de poner en letras de mármol una verdad universal:
“Come poco y cena más poco, etc.” Dijo Umbral, otro genio (les recuerdo que
Lázaro Carreter dijo que la prosa más bella jamás escrita en castellano era la
de Valle-Inclán, hasta que llegó Umbral), les decía que Umbral tiene escrito
que las ideas son mostrencas, palabra horrísona donde las haya, que, entre sus
múltiples acepciones, significa “lo que no tiene dueño”. En efecto, las ideas no
tienen dueño, están en el viento, que es lo mismo que dice, asombrosa canción, el
Joaquín Sabina americano, de Bob Dylan hablo: “La respuesta está en el viento”.
El escritor lo que hace es atraparlas y ponerlas negro sobre blanco. Pero
claro, para eso hay que tener unas antenas especiales, antenas que sólo tienen
los genios: como Cervantes, como Beethoven, como Einstein, que dijo que lo suyo
empezó cuando intuyó que una persona en caída libre no notaría su propio peso,
que hasta sintió como un estremezón por todo el cuerpo, que decía mi madre.
En verdad,
en verdad, les digo que si a mí me dicen que un señor, experto en hambres de dos
siglos, el XVI y el XVII, dejó escrito “come poco y cena más poco, que la salud
de todo el cuerpo…”, al instante hubiera exclamado: “Un hombre que dice una cosa
así, es muy capaz de escribir el Quijote”.