Por nada del mundo se me ocurriría decir de
Tomás Martín Tamayo, en la presentación, un suponer, de su nueva entrega de
“Los cuentos del día a día”, lo que Cela dijera en semejante ocasión sobre
Dionisio Ridruejo, en librería madrileña que lleva el nombre del instituto de
mis amores, qué casualidad, “El Brocense”. “Este mozo desmedrado que aquí veis no ha hecho
otra cosa en la vida que equivocarse”. Imagino la cara que pondría el poeta
falangista.
Jamás se me
ocurriría, ya digo, por varias razones. Primero, porque uno no es Cela, qué más
quisiera. Segundo, porque ni Tomás fue nunca mozo desmedrado, ni tampoco es
Dionisio Ridruejo, aunque seguro estoy de que “Los cuadernos de Rusia”, habrían
tenido, escritos por Tamayo, mucha más vida, más garra, más enjundia, más
pasión: no conozco la faceta poética de Tomás, si es que la tiene, pero sí soy
capaz de imaginar su beligerante prosa enterrando en la nieve a un amigo, día
sí, día también. Y tercero y principal, porque yo no creo que Tomás haya estado
equivocándose toda la vida como el otro. Hay una cuarta: quién soy yo, que me he
equivocado medio millón de veces, cuando menos, para decirle a nadie lo de Cela
a Ridruejo.
Hay una cosa,
no obstante, en la que creo que Tamayo se equivocó, a saber: en no haberse
dedicado en cuerpo y alma, y para siempre a algo para lo que estaba dotado de
nacencia, la creación literaria (no todo el mundo publica un artículo en el ABC
a los 16 años). Uno entiendo su fascinación juvenil y única por la figura de un
personaje fascinante, Adolfo Suárez; como entiende la fascinación de Ridruejo
por José Antonio Primo de Rivera (si tuviera tiempo escribiría algo sobre la
trayectoria político-literaria de ambos: Ridruejo y Tamayo). Pero ido don
Adolfo, ¿no habría sido lo lógico retirarse a sus cuarteles literarios y
primaverales? Pues nada, va y se empeña en seguir erre que erre codeándose con
personajes de tercera (en eso estoy con Cela a tope: casi todos los políticos
son personajes de tercera; de cuarta, hoy), cuando bien podía haber habitado de
por vida entre los mejores de la literatura, sí, que de eso entiendo yo un rato
largo. ¿Me va usted a comparar a un político con un buen escritor? Vamos anda.
Un tío que es capaz de escribir “El enigma de Poncio Pilatos”, su ‘opera
omnia’, de pasajes irrepetibles, jamás hubiera debido andar peleándose con
gentes de pelaje mental tan desgreñado, que a buen seguro, nunca supieron que
tenían delante a un escritor de raza: les recuerdo que Platero jamás se enteró
de que a su dueño, Juan Ramón, le dieron el Nobel.
No obstante
lo cual, me refiero a la equivocación tomasiana de seguir tratando con
individuos que pisaban varios escalones por debajo de él (luego los ha puesto a
caer de un burro, como está mandado), Tomás ha tenido tiempo de dejarnos un
legado literario nada desdeñable, en el que ocupan lugar estelar los rotundos,
perfectos y acabados artículos publicados en este periódico: de lo mejorcito
que se ha publicado en España.
Total, que
hay que leer los nuevos “Los cuentos” de Tomás. Tienen ‘calidad de página’, que
dijera Julián Marías. Tienen la ‘belleza del texto’, que dijera Roland Barthes.