De chico,
me sabía las matrículas de todos los coches de mi pueblo. Sí, ya sé que mi
pueblo no es Nueva York, ni tan siquiera Chicago. Hasta ahí llego. Pero le
tiene que faltar el canto de un euro si no me sabía de memoria las matrículas
de lo menos cincuenta coches: los que había. Y no crean ustedes que me dedicaba
a aprendérmelas, no. Se me quedaban sólo de verlas. Debe de ser cosa de la
sensibilidad, tal que recoge mi tío Ramón, Ramón Gómez de la Serna (nosotros
somos Gómez de la Villa), en la biografía del inmenso Pablo Neruda, “el gran
poeta malo”, que así le llamase Juan Ramón Jiménez, la víbora más venenosa y genial
que ha parido madre: “No me corresponde lo que no llega profundamente a mi
sensibilidad”. Algo de eso tiene que haber. Durante tres años, noche tras
noche, estuve a dos pasos del interno que ayudaba a decir misa, iglesia de la
Preciosa Sangre, qué frío pasábamos, y no se me quedó nada, lo que se dice nada.
De modo y manera que, llegado el momento, hube de mentirle al buen cura, don
Jesús García: era ‘conditio sine qua non’ saber ayudar a misa para aprobar la
religión de tercero. Y no piensen que yo era un muchacho descreído, no. Es que
hay cosas que te fecundan y otras que no (lo de fecundar está tomado de
Delibes). Pues lo mismito que con lo de la misa, me pasa con los mítines. Me
explico.
Es sabido
que los mítines, de cualquier partido, son una fuente fresca de sabias
reflexiones, de precisas argumentaciones, de sosegada oratoria, todo dentro de
las normas de la más pura y ortodoxa retórica. Para entendernos: algo muy parecido
a lo de Sócrates en el ágora de Atenas. En suma: los mítines son, sin duda, una
importantísima cátedra en la unamuniana “universidad de la vida”. Pues hete
aquí que este particular, que se pierde por escuchar a una persona inteligente,
está aquejado de un grave impedimento que le imposibilita, ay, para acudir a
tamañas exhibiciones de talento. ¿En qué consiste tan duro lastre? Helo aquí: ¡no
sé cuándo tengo que empezar a aplaudir, ni cuando acabar de hacerlo! Así de
sencillo. Me acuerdo como si fuera hoy de la primera vez que asistí a uno de
esos eventos, gloriosa noche de Alfonso Guerra en la ‘monumental’ de Cáceres. Llevado
por mi juvenil admiración (fui un acendrado guerrista, sin carnet, eso sí), me
ponía a aplaudir entusiasmado cada frase de Alfonso, ingeniosas por naturaleza.
Hasta que llegó uno y me dijo con cara de pocos amigos: aquí se aplaude cuando
lo decimos nosotros. Tan corrido me quedé (al diccionario), que no volví a
sacarme las manos de los bolsillos en toda la velada.
Alguno de
ustedes ya estará pensando en la solución: estar pendiente con el rabillo del
ojo del encargado de los aplausos, del que ‘dice’ cuando hay que empezar y
cuando terminar. Sí, de acuerdo. Eso ya lo intenté, y con viva obstinación, pero
me distraía de tal manera por aplaudir a tiempo, que era incapaz de seguir los
discursos, que es lo que de verdad me interesaba. Total, que hube de desistir. Con
gran pena de mi corazón, naturalmente.