Tenía yo pergeñada una cosa festiva, pero
visto lo sucedido en la Sierra de Gata, ni yo estoy para bromas, ni ustedes
entenderían que lo estuviera. Ah, y menos mal que la catástrofe me coge ya con
anticuerpos contra ciertas emociones, que si no, ahora mismo estaría llorando
de pena. Son más de una docena los escritos que he dedicado al particular, desde
los albores de mi aparición en estas páginas, dictados siempre por el dolor, y
con indignación las más de las veces. Indignación ante la posibilidad de que el
fuego hubiera sido provocado por una mano criminal, tal el caso de hoy. Es tal
el malestar que antaño me producía cualquier incendio forestal, que no tuve más
remedio que buscar solución a sufrimiento tan estéril: yo no podía hacer nada
para evitarlos. Y fue el caso que me vinieron como anillo al dedo unas
declaraciones escuchadas al consejero del ramo de la Comunidad Valenciana,
asolada en aquel entonces por una ola de llamas: “Los incendios son parte de la
ecología de las tierras mediterráneas”. Si bien nosotros estamos en la otra
parte del mapa de España, me apropié de aquellas palabras, que me vinieron muy
bien, ya digo, para distanciarme emocionalmente de tan terrible problema, a
cuya solución poco podía aportar, como ya he dicho: antaño, salía corriendo a
apagar el fuego de los rastrojos de mi pueblo, pero ya no hay ni rastrojos.
Total que -ojos que no han visto, corazón que
siente menos-, más me valía no haber visitado recién los bellísimos parajes abrasados
por el fuego. Pero mira tú por dónde, guardo en el mejor sitio de mi memoria, aquel
glorioso fin de semana de otoño (nos perdimos en el bosque como niños),
recorriendo los lugares del cataclismo, y sólo imaginarlos calcinados me
produce tal pesadumbre, que ni siquiera se ve mitigada con las palabras del
mandamás valenciano. La presunta mano asesina (criminal se queda corta) me tira
por tierra cualquier razonamiento: ni el de Sócrates acerca del burro que le da
una coz; ni las palabras escuchadas al sabio más sencillo que habita en
nuestras tierras, Joaquín Araújo: “A pesar de los incendios, la superficie
arbolada de España crece cada año”, benditos sean los planes de reforestación,
en marcha desde hace muchísimos decenios. Lo cual que, visto lo visto, se me
ocurre una pregunta: ¿están las medidas
de prevención a la altura de la reforestación?
No sé qué hubiera sido de mí de haber sido yo
el hombre que pasó toda su vida laboral, o sea, toda su vida, al cuidado de un
bosque de pinos en el paraíso nórdico de Extremadura, y hete aquí que, nada más
volver recién jubilado a su pueblo, que es el mío, un incendio gemelo al de
estos días, se lo llevó por delante en un santiamén. No me extraña nada que
aquello precipitase su final: al poco tiempo, no es para menos, se murió. Yo
también me habría muerto.
Dicen
que fue Beethoven el que dijo: “Amo más a un árbol que a un hombre”. Yo no me
lo imagino diciendo una cosa así, pero estaría con él a tope. Sobre todo, si se
trata del hombre que ha provocado tan monstruosa catástrofe: “Más le valdría no
haber nacido”, debiera decir el evangelio, para estos casos también.