“Ustedes
ya me conocen. La buena cocina es muy sencilla: buenas viandas y el punto justo
para que las cosas sepan como tienen que saber”. ¡No, no era eso! Es que,
invadidos hasta en la sopa, nunca mejor dicho, de programas sobre cocina, qué
exageración, me he dejado llevar por la inercia de la memoria, y me ha salido Cándido,
el celebrado mesonero segoviano que salía en la tele haciendo añicos un plato,
luego de haberlo usado para romper las costillas a un tierno cochinillo,
previamente horneado, claro. Lo que quería decirles es que, efectivamente,
ustedes ya me conocen, y saben por tanto del gran cariño que profeso a los
agoreros del cambio climático, pero lo que me está pasando últimamente no es
como normal: doy una patada y encuentro petróleo. Perdonen la boutade, pero así
es: raro es el día que no me topo con algún sabio dispuesto a echarme una mano.
El de hoy, sin ir más lejos. ¿Que quién
es el de hoy? Déjenlo todo y síganme.
Antes de nada quiero decirles que fui un
niño proclive a verlo/vivirlo todo bajo el prisma de las emociones. Tan es así,
que me llevaba enormes disgustos al saber de los personajes históricos
derrotados, Napoleón y Hitler, incluidos. Sí, ya sé que el segundo fue el más
loco asesino que ha dado la especie, con permiso de Stalin; pero la figura del
vencido me produce siempre una desagradable sensación, que sólo se me quita si
la paso por el cortex frontal. Mas no sólo con mis congéneres caídos: me pasa con
los árboles (me ahorro decir lo que le haría al pirómano de la Sierra de Gata);
me pasa, y de qué manera, con los animales; y me pasa incluso con los
ecosistemas. Fíjense si seré raro que estudiar los desiertos y producirme desazón
fue todo uno. O sea, que se pueden imaginar la alegría que me embargó cuando me
enteré de que, con cuatro garrafas de agua (que el Señor no les dé su merecido
por lo del Ebro al visionario Zapatero y al pobre Maragall), los israelíes (Biblia,
israelitas) habían convertido las arenas del Néguev en un vergel de naranjos
competenciales: hacen la competencia a los españoles.
En fin, y lo mismo con los inmensos
desiertos del hielo. Les conté ya la tristeza que me entró cuando supe, geografía
del bachillerato, que un país inmenso como Canadá, sólo era habitable en la
franja que linda con los EEU, pues que el resto era/es una vastedad azotada por
los fríos polares. Asimismo, les hablé de mi alegría cuando, por pura lógica, deduje
que, gracias al dramatizado calentamiento global, las gélidas tierras de mi
tristeza infanto-juvenil se convertirán, ad futurum, en dulces paisajes
primaverales.
Y aquí viene lo bueno.
La otra madrugada, paseando que iba plácidamente
por las páginas de “Introducción a las Ciencias”, de Asimov, casi nadie al
aparato, de repente, me salta a la cara esta hermosísima liebre: “Si se
fundieran los glaciares de Groenlandia y la Antártida, quedarían sumergidas las
zonas costeras de todos los continentes. Por contra, Alaska, Siberia,
Groenlandia, Canadá e incluso la Antártida se transformarían en lugares
habitables”. Quién viviera para verlo. ¡Gracias, don Isaac! (Del pirómano de la
Sierra de Gata, ni me hablen, que se me nubla el cortex.)