'Pasmao', 'pasmao' me quedé, que hubiera dicho Pedro Ruiz, poniendo voz de
Alfonso Guerra. En esto que iba yo el otro día escuchando la entrevista a
Leopoldo Abadía, el sabio ingeniero industrial que tanto sabe de economía, el
de la "Crisis Ninja" y otros desastres financieros, cuando, luego de
una catarata de sentido común, va el buen hombre y me sorprende con esto:
"En mi testamento tengo escrito que espero que no se le ocurra a ninguno
de mis nietos (tiene cuarenta y cinco, de doce hijos) leer al final de mi
funeral unas cuartillas diciendo lo bueno y lo simpático que era su abuelo".
Me quedé 'pasmao', ya digo, porque dijo algo que ya tenía yo pasado por el
neocórtex, a saber: que uno tampoco comulga con esas moderneces, peliculeras y
foráneas. Qué va a decir un nieto de su abuelo. Eso estaría bien en el momento
de darle sepultura, por ejemplo, que no me explico yo a cuento de qué los señores
sacerdotes se han dejado invadir el terreno. Prosigamos.
Aunque desde el primer momento me produjo desazón lo de las cuartillas
sobre el abuelo difunto, he de confesar que no se me había pasado por la cabeza
comentárselo a los míos, tal vez porque esa lectura no es todavía mucha
costumbre (expresión encontrada en Cela), o tal vez porque uno, por razones
laborales, no asiste a muchos funerales. Sin embargo, sí había pergeñado algo que
no deja de parecerse bastante, salvadas sean las oportunas distancias, y que
mira tú por dónde, se lo acababa de espetar a mis hijos (a los nietos aún les
falta bastante para el trance nupcial), justo dos días antes de escuchar al profesor
Abadía: "Aquel que consienta que en la boda de mis nietos se lean desde el
púlpito esas cursiladas que se dicen de los novios, quedará desheredado ipso
facto". El que avisa no es traidor.
Esas cosas, les decía, quedarían bien en otros ámbitos, en el banquete por
ejemplo, silencio, que va a hablar fulanito, y fulanito va y dice que es amigo
del novio desde que iban a la guardería y que siempre fue un buen chaval,
"amigo de sus amigos", nos ha jodido mayo con las flores, y a continuación
toma la palabra fulanita, que dirá lo propio de la novia, una muchacha estupenda,
trabajadora, ordenada, relimpia. Lo dicho: al igual que en lo otro, no
comprendo cómo los señores sacerdotes se han dejado comer la merienda, y por
duplicado en las bodas: al menos en el funeral es sólo uno el que habla (espero
que no se consienta que salga más de un nieto: nos podría dar algo).
Es que, este año, a funerales con cuartillas no he asistido a muchos,
pero a bodas con loas a los contrayentes, por lo menos cincuenta, que ya hasta
los camareros me saludan asombrados: "¿Otra vez aquí, don Agapito?" Me
sé de memoria la carta de San Pablo a los corintios, lo de "el amor no se
engríe" y todo eso tan bonito, que qué descansado quedaría el que eligió
ese verbo. Y hasta los litros de vino milagrosamente obtenidos en las bodas de
Caná: ¡seiscientos! (echen la cuenta: seis tinajas, de unos cien litros cada
una).
De toda la vida se dijo: cada cosa en su sitio, o sea.