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Mi libro blanco


 

  El profesor Marina, o sea, el sabio profesor José Antonio Marina, ante el desastre general de la enseñanza en nuestro país, acaba de poner su grano de arena (saco más bien): su libro blanco sobre la educación. En él viene a decir que un maestro malo no puede ganar lo mismo que uno bueno. Hasta ahí, no puedo estar más de acuerdo, profesor. Pero a ver quién es el guapo que le pone el cascabel al gato. Quiero decir que a ver cómo hacemos para objetivar quién es el maestro bueno, el malo y lo que es más difícil, el regular. Porque esa es la ardua cuestión. A ese respecto, la Biblia lo tiene clarísimo: los buenos al cielo y los malos al infierno. Pero, en este valle de lágrimas, ¿qué haríamos después con el prestigio de los damnificados? A mí, pareciéndome una idea acertadísima, se me antoja, empero, muy difícil de llevar al plano práctico, y por tanto, impropia de una mente tan preclara como la del profesor Marina. Dicho lo cual, ahora me toca a mí.

  Yo, aunque no tengo una cabeza como la del profesor, qué más quisiera, he escrito también mi libro blanco sobre el particular, que tiene una diferencia sustancial con el suyo, a saber: su extraordinaria sencillez de aplicación, sin necesidad de evaluaciones ni cosas por el estilo. Se lo decía yo el otro día, qué casualidad, a mi gran maestro y amigo, don Miguel Antonio, el mejor profesor de matemáticas que vieran los siglos: el día que yo mande, lo primero que haré será duplicarle el jornal a los docentes. Sé que acerté en mi propuesta porque don Miguel, de mente cartesiana, estuvo de acuerdo conmigo. Mi intención es doble: por una parte, remunerar a los enseñantes acorde a la enorme trascendencia social de su labor (la más importante de cuantas existen); y por otra, para que los profesores no tengan que volver a escuchar lo que le dijo un alumno a uno de sus colegas: “!En cuanto pueda, me voy a Madrid a trabajar de encofrador y gano el doble que tú!”. Jamás pude imaginar que un profesor podría llegar a soportar semejante eructo, lo cual viene a ejemplificar el grado de degeneración a que ha llegado el mundo de las aulas.

  Más de uno estará pensando que para eso se necesita mucho dinero. Pues claro (Pablo Iglesias proveerá). Pero existe un precedente, lejano, pero precedente. En los últimos años de la dictadura, Villar Palasí, ministro de educación a la sazón, multiplicó el sueldo de los maestros por siete: de tres mil pesetas, pasaron a veinte mil, de un mes para otro.

  Pero ahí no queda la cosa. Mi pretensión es ir subiendo paulatinamente el sueldo a los docentes, hasta conseguir mi piedra filosofal: que no haya ningún funcionario público que cobre más que un enseñante. Que el maestro que menos gane, cobre un euro más que el mejor pagado de los funcionarios. Como se hacía en el Madrid de Raúl, que ganaba una peseta más que el que más. Como se hace ahora con CR7, pero en euros. Con qué pretensión: que las mejores cabezas se queden en las aulas y formen buenos alumnos, que a su vez serán buenos profesores, y así hasta la excelencia final. He dicho, profesor Marina.

 

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