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Franco y Bertín


   Hoy viernes, cuando escribo, hace cuarenta años que murió Franco. La helada de aquel día fue de las que hacen época, o sea, histórica, que diría uno de la tele. Recuerdo que el campo de Salamanca, visto desde el autobús, era todo una sábana congelada. Etcétera.

   La noche que Bertín Osborne cantó en mi pueblo (por mi pueblo, el de las Tortas del Casar, excepto Julio Iglesias y Raphael, pasaron todos, lo que se dice todos), hacía calor, aunque no demasiado. Yo, que adoro la buena música y la bellas voces, fui a ver a Bertín por no quedarme solo, porque cantar, lo que se dice cantar, el mozo nunca cantó. Etcétera.  

  Una vez ‘posicionados’, horror, los protagonistas en el escenario, pasemos directamente a la acción.

   Desde tiempos inmemoriales es conocido mi desamor por los personajes que hablan mal (un rey que hubo, por ejemplo) y por los cantantes que cantan fatal (Bertín Osborne, un suponer). Dicho lo cual, Bertín nunca fuera santo de mi devoción, sino todo lo contrario. Pues bien, quién me iba a decir a mí que al cabo de los decenios acabaría convirtiéndome en un ‘bertinista’ acérrimo. Ya me habían llegado barruntos de su magnífico comportamiento cuando la enfermedad y muerte de su primera esposa, de la que ya estaba separado, comportamiento que más tarde alcanzaría dimensiones andinas ante la desgracia del hijo congénitamente malherido, a raíz de lo cual dedicase sus esfuerzos a poner en pie una fundación. Pero mira por dónde, una de estas noches, voy y me paro en la entrevista a Jesulín de Ubrique, momento en el que se produce mi conversión definitiva al ‘bertinismo’ (cosas más difíciles ha habido: señores que se convirtieron al arrianismo, que a saber lo que sería aquello).

  ¿Que qué pinta Franco en esta historia? Hombre, está claro: que anteayer hizo muchos siglos que murió. Pero no es por eso. Es que, el otro día, una periodista radiofónica, la misma que de tanto decir que había que dialogar con la eta, los terroristas le respondieron matando a uno de sus contertulios, Ernest Lluch, les decía que dicha señora le echó en cara a Bertín que hubiera sido tan blando con Carmencita, la nieta del dictador: que no le inquiriese acerca de lo malo que fue su abuelo. Ante lo cual, Bertín respondió, cabreado, que ya estaba bien de hablar de Franco cuarenta años después de su muerte, que en Paracuellos mataron a media docena de tíos carnales suyos y él nunca lo había sacado a relucir. Qué duro fuiste, Bertín.  

   Es que todavía los hay que no se quieren enterar. En este país, hubo una vez una desgraciada guerra en la que, como en todas las guerras, se cometieron toda suerte de desmanes, ¡por ambos bandos! Sabido es, asimismo, que los vencedores llevaron a cabo una represión inmisericorde, atroz, interminable. Mal, muy mal. Pero ¿qué hubiera sucedido de haber ganado los otros? Tiene la palabra don Julián Marías, ilustre represaliado, que a punto estuviera de ser afeitado: “Azaña opinaba que una España en que triunfara el bando que él mismo presidía, sería inhabitable”. Qué fuerte.   

  Es de esperar que entre lo de Azaña y el sartenazo de Bertín, en adelante, más de uno se ande con cuidado (¿comprar su nuevo disco?: ni hablar, de masoca no tengo nada).    

  

 

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