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Las rastas de Celia Villalobos


   Rara es la semana que no dice algún intelectual sectario, o sea, de izquierdas, que aún hay mucho franquismo sociológico. El último ha sido un anglohispanista de cuyo nombre no puedo acordarme. Este tío es imbécil, pensé. A quién se le ocurre hablar de franquismo, cuarenta años después de muerto el difunto. Lo cual que me cabreé mucho, porque lo del hispanista venía a coincidir con la recurrente tabarra de la izquierda, que cuando no sabe qué decir, saca a relucir el Valle de los Caídos. Pero mira tú por dónde, algo tiene que tener el agua cuando la bendicen.

   Yo tengo veinticuatro años cuando muere Franco, de los cuales, sólo en los últimos dos o tres empecé a interesarme por la política (el resto fue de música y libros), tiempo suficiente para recordar claramente una cosa: la interminable letanía de carreras y números unos en oposiciones que atesoraban los ministros recién nombrados, que no se acababa nunca el telediario. O sea, que eran señores (sólo señores) con una formación y una trayectoria profesional apabullantes. Los tecnócratas les llamaban. Los oías hablar y te quedabas con la boca abierta. Fueron los que llenaron España de pantanos, tan risibles para algunos, pero tan perentorios en aquel “desierto de agua seca arrojada a un barranco rojo” que dijera el poeta. Llegada la democracia, los ministros de Adolfo Suárez seguían pareciéndose a los de Franco en el brillante currículum, con una gran diferencia: ya no gastaban (Cela dixit) el bigotito ridículo que solían lucir los otros. Con Felipe González, la cosa siguió del mismo tenor, salvo alguna chaquetita de pana y alguna que otra melenita al viento.

  En esto que llega Aznar y, a la segunda, pone a Celia Villalobos de ministra de Sanidad. Aznar nunca me cayó bien como persona (con él, ni una caña), pero desde que me puso como jefa a la tal Celia, lo crucifiqué para los restos. Es que, como ciudadano, me sentí humillado No sé si me entienden. Los ciudadanos merecemos un respeto de parte de quienes nos gobiernan (nunca pude soportar a un rey que hubo, cuando leía a trompicones los papeles, que se notaba que no había tenido la decencia de echarles un vistazo previo, ni a una reina que dejó de serlo sin hablar correctamente el idioma de sus súbditos), les decía que yo, con dicha señora en aquel ministerio, me sentí grandemente despreciado (ni les cuento cuando Zapatero nombró a L. Pajín para lo mismo). Y no me refiero a su falta de conocimientos en la materia sanitaria, no, sino a sus maneras atrabiliarias y chabacanas que quedarían resumidas en el caldito con huesos de vaca loca.

   Pues bien, es el caso que doña Celia, recién renombrada vicepresidenta del congreso, acaba de declarar que a ella no le importa que los diputados lleven rastas, siempre que estén limpias y no le contagien piojos. Señora Villalobos: a mí no es que me agraden mucho las rastas en el congreso, pero le voy a decir una cosa: menos me gusta usted como vicepresidenta de la casa. Usted, las rastas piojosas las lleva por dentro. Y los que la han nombrado también.

  (Post scriptum: me cabe el honor de haber dedicado en estas páginas, lustros ha, un encendido escrito al finado/llorado David Bowie: “Odisea en el lago”.)

 

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