Varios
miles de personas afectadas por un brote de gastroenteritis en Cataluña. Causa:
¡contaminación fecal humana! ¡Toma del frasco! (de suero, en este caso).
Comoquiera que, por fortuna, “no hubo que lamentar desgracias personales”,
expresión que ya es un lugar común, me ‘alegro’ de la noticia: en adelante, tendré
una coartada para que no me esquilmen en los restaurantes.
Tiempo ha,
hospedados que estábamos a pensión completa en cierto hotel de la costa, resulta que el agua había que
pagarla aparte: ¡mil pesetas diarias! (éramos seis) Calla, hombre, calla. Me fui
a por el director y le canté las veinte en bastos: “No estoy dispuesto a
pagarle el agua. Quiero agua del grifo”. Dicho y hecho. Dieron su brazo a
torcer, pero sólo un poquito. El camarero se presentaba cada dos por tres con
una bandeja repleta de copas ‘planas’ de champán (lo juro), previamente
colmadas en las cocinas. Todo con tal de que no se viera una jarra en el refectorio,
lo que hubiera podido suponer una rebelión a bordo. No conforme con lo cual, en
una oficina de la Junta hice el correspondiente escrito de protesta: ¿me ha
contestado usted? La consejería de turno
tampoco, maldita sea. Lo que precede, lo conté aquí en su tiempo para que
alguien de nuestra Junta tomase nota. Pero como el que oye llover: se sigue
haciendo por sistema.
En efecto, en
casa siempre bebemos agua del grifo, a mucha honra. Cómo no, luego de habernos
criado con las aguas no potabilizadas de los pozos del pueblo. El agua del
grifo está sometida, sí, a múltiples y rigurosos controles sanitarios, lo que,
ni que decir tiene, la hace absolutamente apta para el consumo humano. Algunas
son incluso de tradicional calidad, como la de Madrid, que una vez, de viaje a
la capital, escuché en la radio la publicidad al respecto. Pues nada, ni por ésas:
al día siguiente, la primera en la
frente: en cierto restaurante, lo primero que hicieron fue descorcharnos la
botella de agua mineral (como si la del grifo fuera vegetal), que nos cobraron,
claro, ¡a precio de gasolina! ¿Monto el pollo como en el hotel?, pensé. Decidí
que no: pagué la ‘gasolina´ y punto en paz (lo de la paz es un decir).
Señor
consejero del agua y otros menesteres: para evitar las actuales esquilmaciones
acuosas, yo le rogaría/agradecería que se obligase al personal de la hostelería
a preguntar por sistema: ¿del grifo o de botella? No obstante, mientras eso
llega, en lo sucesivo, cuando a mí me vayan a poner ‘gasolina’, le diré al
camarero: yo, del grifo; después de lo Barcelona, no me fío.
La batalla
personal estoy seguro de ganarla. Mas, como a nivel de la comunidad, va a ser
pleito perdido, se me acaba de ocurrir sobre la marcha una idea genial, como
todas las mías: teniendo en cuenta que son legión las personas que ya compran
agua en los comercios, acabemos con el dispendio que supone usar agua
potabilizada para usos que no precisan
dicho tratamiento (la lavadora, el lavavajillas, los suelos, la ducha, el
césped, las macetas, etc.), y que todos bebamos gasolina embotellada. Qué les
parece.
Es que no
hay cosa que más me fastidie (con jota) que me tomen por chachapoyas (habitantes
preincaicos de cierta región del Perú).