No tienen
perdón de Dios. A los políticos me refiero. En su voracidad ‘recortatoria’ (de
recortar), no sólo pretenden chapodar la campaña electoral (¡dicen que ya
tenemos bastante con la televisión!), sino lo que es más grave aún: quieren suprimir
la cartelería de farolas y tapias sin dueño. No estoy de acuerdo: los carteles
son imprescindibles, y no sólo por el festivo ambiente que daban a nuestras calles,
de los guapos y bien peinados que salían los candidatos. Ustedes me dirán cómo
conozco yo ahora a las personas a las que voy a entregar mi alma durante cuatro
años (o cuatro meses). ¿Sólo por el nombre? A mí, el nombre solo me dice muy
poco, que uno no anda a todas horas pendiente de la cosa, faltaría más. Hombre
-dirá alguno-, todo el mundo conoce a los cuatro jinetes del apocalipsis,
perdón, reyes de la baraja: Pablo, Albert y los otros dos. Sí, claro, pero a
esos señores no los puedo votar. Yo tengo que votar a los de mi circunscripción,
palabra muy difícil de pronunciar, pero no me digan que nos es bonita, y digo
yo que lo lógico sería conocerles el rostro, qué menos. En el 82, yo voté a
Felipe, he escuchado muchas veces. Y uno siempre contesta lo mismo: pues yo no
sé cómo te diste maña siendo de aquí, porque yo me tuve que conformar con votar
a Pablo Castellano (iba por Cáceres, oh, tiempos), que ya me hubiera gustado a
mí votar a Felipe, que me dejó boquiabierto en el cierre de aquella victoriosa
campaña, que estaba yo en Madrid aquella noche tan unánime, que hasta cantó
George Mustaki.
Es que,
además, si no ves a tu candidato en los carteles, cómo lo vas a reconocer si te
lo encuentras en un bar, un suponer, con lo que a mí me gusta saludar a los
depositarios de mi soberanía (de pagarles la cerveza, nada; que inviten ellos).
Y con lo que a ellos les gusta ser agasajados por el personal, que no sólo de
pan vive el diputado.
En cuanto
al recorte de los días de contienda, qué quieren que les diga: la contienda no
debiera tener enmienda. ¿Se imaginan un partido de la ‘champion’ de un solo
tiempo? Así me siento yo. Desde que leí en Neruda lo de Allende, que lo
despertaban cuando la comitiva iba llegando a un pueblo, y sin apenas bajarse
del coche, dirigía a los sorprendidos lugareños una mínima pero encendida arenga,
y acto seguido volvía a coger el sueño, hasta el pueblo siguiente, quería
decirles que desde que leí lo de mi colega chileno (forense, como Fernández
Vara), comencé a interesarme por la cuestión, y hete aquí, que, luego de muchas
horas de reflexión, he llegado a la siguiente conclusión: se trata de uno de
los momentos en que, “neuronas espejo” mediantes, el intelecto alcanza su zénit,
pues que es sabido el influjo tan determinante que sobre el pensamiento ejerce
el estado de ánimo: ¿qué mejor situación anímica que el subidón que produce
sentirse jaleado por cientos, miles, de personas absolutamente entregadas? Hablo,
claro está, de los mítines, que es que no me pierdo ni uno, de cualquier signo (aquí
entre nosotros: ahora estoy empeñado en averiguar el momento exacto en que hay
que empezar a aplaudir).